Centralización y Descentralización en el Proceso del Estado Venezolano (II)
Jesús Puerta
Ver Centralización y Descentralización en el Proceso del Estado Venezolano (Parte I)
4.- La República Bolivariana de Venezuela:
Pudiéramos, en términos muy generales, caracterizar las etapas políticas del proceso venezolano, de la siguiente manera: 1) crisis y desplazamiento del sistema de conciliación de élites (IV República) 1993- 1998; 2) Proceso constituyente (1998-2000) 3) Consolidación del nuevo poder chavista (2001) 4) Intentos de reinstauración- contrarrevolución – confirmación del chavismo (2001-2003) 5) Fase de redefinición antiimperialista y socialista (2004-2006) 6) Los cinco motores (a partir de 2007). 7) La Reforma derrotada, continuada con la enmienda lograda. La reforma fue implementada, en sus aspectos fundamentales atinentes a la distribución del poder, indirectamente a través de la nueva Habilitante y las iniciativas legislativas actuales.
Sobre la primera etapa, ya hemos discurrido suficiente para el objeto del presente texto. No es asunto nuestro tampoco de abundar aquí en los detalles de cada momento táctico y estratégico. Sólo cabría destacar que, a cada momento del proceso, correspondió una composición diferente de las demandas sociopolíticas que articuló el discurso chavista, y por tanto, su sentido y amplitud de clase. Todavía la reivindicación política del desplazamiento de AD y COPEI podía reunir, en 1998 y hasta 2001, incluso a sectores burgueses tales como los propietarios de los principales medios de comunicación, que venían, desde hacía años, precisamente, socavando sistemáticamente la hegemonía adecopeyana. De hecho, muchos de los principales dirigentes del chavismo de los primeros dos años de Chávez (Miquilena, Peña), estuvieron comprometidos con esos sectores. Fueron hasta constituyentes en la ANC, y desde esa posición, mantuvieron muchas normas aceptables para la burguesía.
La ruptura con esa amplia alianza comienza, como se sabe, con la primera Ley Habilitante y las actitudes del presidente de no dejarse “envolver” por las seducciones de los factores de poder mediáticos y burgueses en general. Fue entonces que, rápidamente, se conforma una alianza opositora cuya hegemonía fue asumida por los dueños de los medios televisivos, pero incluyendo como operadores a la cúpula empresarial y sindical, la Iglesia Católica y algunos de los “intelectuales trágicos”. Esta alianza logró movilizar como fuerza de choque a las masas de las clases medias profesionales, a las que se les atemorizó con la amenaza “comunista” o “totalitaria”, además de explotar los prejuicios clasistas y hasta racistas.
Pero, ya desde la Asamblea Constituyente, se conformaron las líneas principales de la oposición. Consideremos, a título de inventario, las observaciones críticas de Allan Brewer Carías a la Constitución de 1999. Para él, emblema de los intelectuales orgánicos de la burguesía (se le atribuye la redacción del decreto de auto-coronación de Carmona Estanga), se trataba de una constitución “estatista” y “garantista”, que creaba más obligaciones al estado de las que podía cumplir. Lo de estatista era un escándalo para un grupo de intelectuales que había pujado durante años por la reducción estatal en perspectivas neoliberales. Además, señalaba una tendencia presidencialista muy fuerte y la creación de privilegios jurídicos a una casta militar, que aparecía entonces como la nueva “capa dirigente”.
En relación al tema de la descentralización, Brewer advertía que se continuaban con los logros de la COPRE en cuanto al reconocimiento del carácter federal y descentralizado del estado y la elección directa de alcaldes y gobernadores (artículo 158); pero ello contrastaba con la eliminación de la cámara del Senado del parlamento (llamado ahora Asamblea Nacional), lo cual equivalía a desaparecer una representación equitativa territorial de los estados y, por tanto, contribuía a reforzar la centralización.
En su análisis, Brewer, como otros analistas, tenían que reconocer la incorporación de instituciones de democracia participativa, como los referenda revocatorios, aprobatorios, y las iniciativas ciudadanas, aspectos ya considerados anteriormente en algunas propuestas de la fallida COPRE. Por lo demás, algunas de estas figuras habían sido incorporadas en las reformas constitucionales de otros países (Colombia).
Otros intelectuales de la oposición han advertido acerca de la tendencia abiertamente centralizadora del gobierno bolivariano, que además conducen a una mayor concentración del poder en manos del Primer Magistrado, que se aplican incluso al margen de las instituciones formales preexistentes. Anotan en este sentido, las amenazas repetidas del presidente Chávez de reducir las asignaciones otorgadas a alcaldías y gobernaciones en manos de la oposición; la tendencia a la baja en la participación de los ingresos de los estados y municipios, del 29% del presupuesto nacional en 1998, luego 21% en 2004, 19% en 2005 y 17% en 2006 (ver Ob. Cit., Banko: 173); la construcción de un sistema de concentración de recursos destinados a programas sociales, desde el Plan Bolívar 2000, hasta los más recientes FONDEN, las fundaciones que respaldan varias de las misiones.
También llama la atención a la crítica, la formulada estrategia de “descentralización desconcentrada” para la ocupación del territorio, presente en el Plan Nacional de Desarrollo 2001-2007, que centraría el esfuerzo en “el establecimiento de ejes de desconcentración, localizados en occidente, oriente y Orinoco-Apure, conformando regiones programas con recursos provenientes del Ministerio de Planificación y Desarrollo” (BANKO, Ob. Cit.: 173). Según ese plan, se reactivarían las corporaciones regionales de desarrollo al estilo de los sesenta.
5.- La Reforma constitucional
Con la propuesta de la reforma constitucional en 2007, uno de los “Cinco Motores” que acelerarían el proceso hacia el socialismo, el proceso venezolano entra a una nueva fase. Desde 1999, nos habíamos movido con una constitución que mantenía los mismos mecanismos de una democracia representativa, aunque incorporando instituciones de democracia participativa que, por lo demás, ya habían sido admitidas en reformas constitucionales en otros países latinoamericanos (Colombia, México).
Junto a la reforma constitucional, se propuso como otro “Motor”, una nueva Ley Habilitante que diera precisión al cambio en la constitución, la “Explosión del Poder Comunal” centrada en el impulso de los Consejos Comunales, el motor “Moral y Luces” que perseguía un adoctrinamiento político acelerado en las bases populares. El cuarto “motor” de la revolución, fue denominado “nueva geometría del poder”, que atañe directamente con una nueva visión acerca de la división político-territorial del país, las relaciones entre el Poder Nacional y los poderes estadales y municipales, así como el rol del Ejecutivo.
Hay dos puntos que se deben resaltar aquí. Uno, es que ya en la constitución de 1999 se preveía la formación de nuevas figuras de la descentralización. En el artículo 184 se preveía la creación legal de “mecanismos abiertos y flexibles para que los estados y los municipios descentralicen y transfieran a las comunidades y grupos vecinales organizados los servicios que éstos gestionen previa demostración de su capacidad (…)”. En la discusión que se hizo en la Asamblea Nacional Constituyente acerca de esta norma, de fecha 2 de noviembre de 1999, los constituyentes David Figueroa, Andrés Levy y Aristóbulo Istúriz se refirieron a la necesidad de desarrollar la previsión de nuevas figuras de la descentralización que llevara hasta las comunidades (se hablaba de vecindades, incluso) múltiples atribuciones: administración de algunos servicios, licitación y ejecución de obras, etc. De modo que este nuevo “Poder Popular” o Comunal pudiera entenderse como una reforma resultado de un desarrollo en la discusión acerca de la descentralización, en la línea de la COPRE.
Pues bien, fue en el citado artículo constitucional que se han fundamentado lasdistintas versiones de la Ley de Consejos Comunales, organismos que se han presentado, en el discurso oficial, como la semilla del “Poder Popular” que, por ahora, sólo da nombre a los ministerios. De modo que estamos en presencia de una yuxtaposición de dos problemáticas distintas, que evidencian dos enfoques radicalmente diversos de la descentralización.
Otro aspecto polémico es el hecho de que con la reforma, el Poder Popular se estatiza. Esto ha ocasionado cierto debate porque hay posturas (por ejemplo, Roland Denis y José Roberto Duque) que entienden el Poder Popular más bien como un contra-poder al estado. Según esta lógica argumentativa, si es un contra-poder, no puede ser parte del poder estatal. Ello traería como consecuencia el control estatal (del gobierno, más específicamente) sobre el Pueblo Soberano, en lo cual se abre la puerta a alguna forma de totalitarismo, como afirma la oposición.
En esas críticas, se confunden varios planos conceptuales. Por una parte, en otros artículos de la constitución se garantizan todas las libertades democráticas: de expresión, de organización, de asociación política, pluralidad política, etc. En la reforma propuesta, incluso se plantea el financiamiento estatal para las asociaciones políticas en el caso de elecciones. De modo que la institución del Poder Popular-comunal no está en contradicción con una presunta autonomía o independencia de criterios entre los ciudadanos organizados y el gobierno. Por otra parte, esas posturas críticas confunden el Poder Constituyente y el propuesto Poder Popular-Comunal. Y al confundirlas, caen en posturas cercanas a las anarquistas; es decir, enemigas por principio de todo estado y toda autoridad.
Por supuesto, no nos chupamos ese dedo, y el registro de los Consejos Comunales en organismos del Poder Ejecutivo puede verse como una forma de control vertical. Pero ¿por qué no verlo también al revés? Es decir, como manera de maximizar la gestión ejecutiva, investir de poder ejecutivo a las comunidades. Esto puede dar pie a realidades nuevas de distribución de poder en las cuales el control arriba-abajo sea recíproco, aunque no fácil, claro. Hay que ver los riesgos, pero también las posibilidades. Una visión que entienda esta institucionalización del Poder Comunal, el poder inmediato de los ciudadanos en la gestión de los recursos públicos, en la producción de normas y en la toma de decisiones (capital simbólico-legítimo), se puede ver como una reestructuración del campo de poder en el sentido de su amplificación, por la vía de la incorporación de las comunidades entre los pares de la política.
Algunos han criticado la ambigüedad en que ha permanecido la definición del socialismo del siglo XXI. Pienso que no siempre la precisión y la univocidad son buenas, especialmente en cuestiones políticas. Es diferente en los asuntos penales y administrativos. Por supuesto, siempre hay el riesgo de la discrecionalidad del funcionario, que desde los antiguos, se ha criticado. Pero creo que con el “socialismo” de la reforma propuesta, convienía cierta imprecisión.
Efectivamente, en distintos artículos propuestos aparece, o bien el sustantivo, o bien el adjetivo “socialista”, para calificar la economía, organizaciones, políticas, etc. La oposición vio en esto una imposición, una jugarreta para evitar la realización de una constituyente e irse por el camino expedito de la reforma. De hecho no sólo algunos intelectuales burgueses propusieron la convocatoria de una nueva Constituyente; sino incluso algunos del lado revolucionario. La introducción del sustantivo “socialismo” y del calificativo “socialista” en la propuesta de reforma, así como la amplitud de la reforma (69 artículos a modificar) iba más allá de lo que la misma Constitución del 99 delimita con la figura de la reforma: “La reforma constitucional tiene por objeto una revisión parcial de esta constitución y la sustitución de una o varias de sus normas que no modifiquen la estructura y principios fundamentales del texto constitucional” (artículo 342 de la CRBV). Esto justificaba la convocatoria de una Asamblea Constituyente más participativa y activadora de la cultura política en general de la ciudadanía.
El proceso de elaboración de la propuesta misma no fue un ejemplo de consulta y discusión. La Asamblea Nacional modificó el planteamiento presidencial, en principio mucho más sencillo, y lo sometió a un supuesto “parlamentarismo de calle” que no fueron espacios de discusión y debate, sino de propaganda y agitación. En los batallones del PSUV el ambiente general fue de exigencia de “compromiso” a la militancia, despachándose discusiones problemáticas “para otro momento”. Todo esto, sumado al error de desmantelar justo en ese momento, el aparato político hasta entonces disponible (el MVR), la incapacidad de responder a una sistemática campaña opositora que explotó todos los motivos del temor anticomunista (la recordada cuña de la carnicería), la no presencia del presidente en la campaña misma, evidenciando una excesiva confianza en su liderazgo, la acumulación no procesada de un creciente malestar hacia la gestión del gobierno, llevó a los resultados ya conocidos en el referendum.
Por otro lado, me parece que la manera de plantear la reforma constitucional, obligó a dos cosas, que tal vez no fueron advertidas a tiempo: primero, a tener que conciliar la noción de socialismo con las libertades y derechos consagrados con la parte que queda intacta de la constitución; segundo, a desplazar definiciones más ajustadas de socialismo a otras coyunturas políticas del futuro, cuando se legislara en consecuencia de las reformas constitucionales hipotéticamente aprobadas. De todos modos, la discusión doctrinaria, de proyecto, acerca del socialismo del siglo XXI, volvía a plantearse con urgencia no reconocida.
Por lo demás, el escenario de una Asamblea Nacional Constituyente habría podido significar más riesgos para la oposición, puesto que el chavismo igual habría conseguido la mayoría y le habría dado al presidente Chávez la vía de revisar las garantías democráticas del conjunto de la constitución que no fueron tocadas en la propuesta refrendaria.
Pero esa es una discusión táctica que deja mucho a las especulaciones sobre escenarios posibles, etc. En todo caso, lo que quiero subrayar es que incorporar el adjetivo “socialista” en estas condiciones de reforma, implica, a la vez, una definición implícita y una ambigüedad políticamente conveniente para todos los contendores políticos. Lo primero tiene que ver con lo que ya dijimos: que “socialismo” en el contexto de la constitución venezolana comprende lo que ya está allí, en esa constitución (es decir, pluralismo político, derechos democráticos, garantías, etc.), incluso, con todas sus implicaciones filosóficas que, en este caso, aluden a la modernidad política común de los actores en lucha, incluso al republicanismo y liberalismo tradicional moderno.
La ambigüedad lleva a una noción “nominalista” del socialismo. Es decir, socialismo ya no sería un concepto preciso en el contexto de una teoría ya hecha (digamos, el marxismo-leninismo), sino el nombre del conjunto específico de instituciones, prácticas, políticas, etc., previstas y establecidas literalmente en la constitución. Una concepción “nominalista” elude una definición por comprensión del socialismo, llevándola a una delimitación “por extensión” de las cosas incluidas en esa palabra que deviene etiqueta. Esto establece un juego de posibilidades teóricas y políticas muy interesantes. Se instaura el juego de la lucha por las significaciones del socialismo, las buenas y las malas, unas más precisas que otras, etc. En todo caso, un “socialismo” en construcción.
Por lo demás, esa ambigüedad del término socialismo tiene otros referentes. En primer lugar, la tan comentada variedad de socialismos que históricamente han existido, desde el socialismo soviético que, de paso, varió bastante durante las siete décadas y pico que existió, el socialismo chino, el yugoslavo, el cubano; para no hablar de las variedades socialdemócratas europeas. Socialismo no se reduce a stalinismo, ni a maoísmo. Por lo demás, como se sabe, hay decenas de variaciones del marxismo, desde el leninismo, hasta aquél que asume la teología de la liberación cristiana desde la década de los sesenta.
En segundo lugar, en diversos discursos, los voceros oficiales han resaltado dos aspectos que tornan peculiar el socialismo que el chavismo pretende impulsar. Uno, es el énfasis en el aspecto moral y ético, especialmente la insistencia en el valor de la solidaridad cercano al concepto tradicional cristiano de la caridad. Segundo, la vinculación, ciertamente peculiar, del socialismo con el pensamiento bolivariano que, tomado en serio, y en clave hermenéutica, pudiéramos entender como la exaltación del patriotismo, el fomento de lo que los filósofos políticos clásicos llamaban una “religión laica” de la nación. Estas dos notas, bastante claras en el discurso chavista, bastan para distinguirlo del marxismo leninismo y hasta del marxismo en general.
Para Marx, Engels y Lenin, el socialismo designaba un período de transición entre el capitalismo, que era la última sociedad donde habría explotación de clases y lucha de clases, y el comunismo, cuando ya no habría explotación, ni clases ni (por cierto) estado, porque éste último, en la concepción marxista clásica, no era otra cosa que un aparato de dominación de clase. El socialismo, como período de transición, ameritaba un estado en proceso de disolución que, por un lado, defendiera a la revolución de sus enemigos, evitara que las clases explotadoras restauraran su poder por la fuerza, y por otro lado, adelantara la construcción de la nueva sociedad, permitiera la más alta participación de la sociedad de trabajadores en la gestión de sus propias vidas. Durante el siglo XX esta transición no se realizó por varios factores: el más poderoso fue que la victoria de la primera revolución socialista en el país más atrasado de Europa, Rusia, planteó que la construcción del socialismo (primero en un solo país, después en un bloque de ellos) tendría que coexistir y competir con el capitalismo imperialista mundial, lo cual lo llevó a asumir la misma visión de desarrollo, de industrialización y de participación en el comercio internacional. El estado, lejos de irse diluyendo en formas aplanadas de poder colectivo, tuvo que fortalecer su aparato policial, militar y burocrático para, en primer lugar, enfrentar la hostilidad de todos sus alrededores capitalistas, pero también para poder avanzar esforzadamente en la competencia económica y militar, reforzando las tendencias despóticas propias de todo estado. Este mantenimiento de lo político y su campo de poder, estimuló la dominación hasta un punto en que se cumplió lo que advirtió Clastres: que las relaciones sociales de dominación, políticas, incentivan y hasta producen relaciones sociales de explotación. De modo que la perspectiva marxista del socialismo como transición hacia una sociedad sin clases y sin estado, se fue diluyendo durante el siglo pasado. De allí, las formas mixtas que obligadamente fueron adquiriendo los diversos proyectos socialistas que se intentaron durante todo el siglo XX. Ello nos obliga a interpretar, ajustándolo a la experiencia histórica, las perspectivas de Marx, en el sentido de que el socialismo designa el largo período histórico en el cual el capitalismo a nivel mundial decae y se anuncia una nueva sociedad, la cual sólo se realiza en la medida en que sea global. Esto, como es claro colegir, implica tal vez varios siglos.
El “socialismo bolivariano” no se concibe como transición hacia otra cosa. Es más, pareciera que asumiera el modelo de economía mixta y hasta un reformismo que conserva instituciones enteras del modelo democrático formal clásico. Lo que sí se prevé discursivamente es la integración política y económica de toda América Latina, como camino hacia la multipolaridad mundial, y el otorgamiento de más poder al pueblo para profundizar la idea democrática en un sentido participativo, que trasciende la tradicional representatividad.
La Asamblea Nacional se encargó de aclarar que la propuesta incluía la garantía de la propiedad privada en todos sus sentidos. En todo caso, ese artículo 115 propuesto lo que hace es una enumeración un tanto desordenada de figuras de propiedad que denota una confusión entre apropiación, propiedad y gestión. En ese contexto, nos parecen inadecuadas las definiciones de propiedad del estado (que sería, más bien, parte de la propiedad pública) y propiedad social (que sería también una variante de la propiedad pública, aquella cuya gestión es encomendada a grupos, comunidades, para su administración).
Para nosotros, hubiera sido más claro hablar de dos tipos esenciales de propiedad: la pública y la privada, la combinación de ambas en la mixta, y detenerse en las formas de gestión participativas por las cuales se realice el concepto de propiedad pública como propiedad de todos los venezolanos, lo cual es equivalente a la propiedad social. Creo que allí está la clave para la definición de un socialismo viable. Pero esa discusión pudiera quedar para cuando se consideren las leyes relativas a esas definiciones constitucionales.
El artículo 112 hablaba de un modelo económico productivo intermedio, diversificado e independiente. El 299 señala que el régimen socioeconómico se basa en principios socialistas, humanistas, de cooperación, de eficiencia, de protección del ambiente y de solidaridad para asegurar el desarrollo humano integral y una existencia digna y provechosa. Nótese que el principio socialista no se asocia a definiciones de clase proletaria (como en el marxismo leninismo), sino más bien a valores morales-éticos, como el humanismo y la solidaridad. O principios generales modernos como la eficiencia y la protección del ambiente.
Por supuesto, del lado de los empresarios y las posiciones neoliberales se criticó que se ha ya sustituido la iniciativa privada como destinatario del estímulo del estado, y en su lugar se haya colocado un abigarrado conjunto de empresas de diversas formas de propiedad social junto a iniciativas privadas, todo ello subordinado al interés común o al nacional. Pero es que, por otra parte, en Venezuela tradicionalmente la iniciativa de modernización económica o social ha partido del estado. La iniciativa estatal no es propia únicamente del socialismo clásico. Los llamados “Tigres asiáticos”, que en los ochenta eran colocados como ejemplos de desarrollo, el mismo Japón, para no hablar de los proteccionismos europeos o norteamericanos, son también modelos de conducción estatal de la economía. Por supuesto, la orientación general, se supone, que sea el bien común y solidario, y no el enriquecimiento privado.
Si ya hablamos de fracaso del neoliberalismo que, entre otras cosas, es el culto a la propiedad privada como clave del desarrollo, ya se entenderá mi postura en relación a las quejas de sectores empresariales y neoliberales sobre el tema. Una definición mínima de socialismo coincide con la definición del Bien Común de Rousseau. Y ésta última es la base filosófica de cualquier democracia moderna. En cambio, la libertad liberal, es decir, la radical y absoluta separación entre el dominio privado y el público, entre el bien individual y el colectivo, no es necesariamente democrática. Incluso, puedo mencionar ejemplos históricos en que ese concepto liberal es claramente antidemocrático, el más evidente, el de Pinochet en la Chile de los setenta.
El neoliberal no entiende lo del Bien Común. Proyecta en el Estado su condición de particular, de interés privado. Niega cualquier posibilidad de concreción del Bien Común, que no sean los “equilibrios” resultantes de la lucha de todos contra todos en el mercado. Colocar al Estado frente a los individuos privados (negándole al estado la representación de un Bien Común, que es de todos, pero no de nadie en particular), sólo conduce a colocar al estado al servicio de aquellos individuos que hayan acumulado suficientes propiedades como para imponerse y desplazar al estado. Por ello, el neoliberalismo es coherente con las políticas del “Consenso de Washington”.
Y aquí llegamos a lo de la revolución pacífica no desarmada. Esta es una peculiaridad del proceso venezolano, pero que también vemos en Bolivia, Ecuador y la Nicaragua actual.
Las revoluciones durante todo el siglo XX, estuvieron asociadas, bien a guerras civiles, bien a estrategias armadas de largo aliento (guerrillas, etc.). Tal vez por eso, la izquierda estuvo discutiendo durante mucho tiempo las vías de la revolución, en términos dicotómicos de reforma o revolución. Y esto viene desde principios del siglo XX, en el seno de la socialdemocracia alemana, el primer partido político marxista de la historia.
También en el siglo XX asistimos a experiencias en que jefes militares se convertían en grandes líderes políticos populares y nacionalistas. No quiero extenderme en el tema, pero esas circunstancias mostraron que las fuerzas armadas (incluso unas tan influidas por EEUU como las latinoamericanas) no tenían que ser necesariamente un simple aparato represor del pueblo al servicio del imperialismo norteamericano.
Lo peculiar de la experiencia venezolana es que, apelando al Poder Constituyente, se logra un proceso de cambios revolucionarios que avanza, sin guerra civil, a través de reformas constitucionales y legales. La otra peculiaridad es que la dirección política del proceso proviene, en parte, de sectores procedentes de las Fuerzas Armadas, sin dejar de ver que rearticula elementos de la antigua izquierda de los setenta. Por supuesto, esto no hubiera sido posible si previamente no se hubiera producido una crisis de hegemonía del bloque histórico encabezado por la burguesía globalizada.
Aquí se solapan dos deconstrucciones. Una, la de la dicotomía clásica de reforma contra Revolución. Dos, la contradicción entre fuerzas armadas y fuerzas revolucionarias. Hablo de deconstrucción porque observamos un desplazamiento de significaciones por el cual las oposiciones no se superan, en el sentido hegeliano, sino que se disipan, transformando los sentidos mismos de los conceptos. Los cuatro conceptos se sitúan ahora fuera del sistema de pensamiento que antes los oponía de una manera absoluta, que era la forma de pensamiento de la izquierda marxista leninista. Nos hallamos entonces en otra concepción de la revolución.
Esta última es, precisamente, la que parte de la noción de revolución pacífica no desarmada. Y aquí es pertinente retomar algunos elementos de las distinciones que ya hemos hecho.
Si la revolución ahora puede plasmarse en reformas consecutivas, acumulativas hasta cierto punto, pero al mismo tiempo de ruptura, revolucionarias, ello indica que no se juega en el campo de las transformaciones drásticas, rápidas, violentas. No son tales, porque se juega en el campo de la política y no de la guerra. ¿Qué es lo que ha permitido que las diferencias y combates se escenifiquen en ese terreno político? Pues, paradójicamente, el que las armas se encuentran decisivamente del lado transformador. Por eso usamos la expresión oblicua no desarmada, y no la expresión directa “armada”: porque las armas no se usan para dirimir directamente las diferencias y contradicciones políticas, sino para garantizar que las transformaciones avancen y avancen a manera de reformas, esto es, de manera pacífica.
Hay que advertir que por pacífico no entendemos, únicamente, la vía de la persuasión retórica y parlamentaria y las movilizaciones de calle; sino una especial disposición de los instrumentos de la fuerza física que impide su uso directo con fines de resolución de los conflictos políticos. La persuasión se complementa con la disuasión. Es más, la disuasión (la disposición de las armas por una parte del conflicto) permite la persuasión, en tanto tiende a adecuar los deseos e intenciones de los contrarios a la situación de impedir la guerra civil y establecer una normalidad de los conflictos políticos.
Ahora bien ¿cuál es esa “normalidad”, esa “paz”, en la cual transcurren los cambios, las reformas revolucionarias? Pues, la que marca la acción del Poder Constituyente. Ese Poder es revolucionario porque es Constituyente, es decir, anterior, trascendente y superior a cualquier ley o constitución; es más bien la fuente de toda legitimidad y toda legalidad. Ello también coloca la revolución en el campo de la política, fuera del campo de la guerra.
Ahora bien, en este punto debemos asumir la vieja distinción metafísica de forma y contenido, porque este último concepto de revolución pacífica y no desarmada, alude al cómo se realizan las transformaciones, a su forma y no a su contenido. Este último se refiere más bien al núcleo del Poder Constituyente, que no es otro que el Pueblo, en su acepción de alianza de clases subordinadas.
El Poder Constituyente también conecta con otro concepto de Negri, el de “multitud”. Sé que aquí se abre una intensa e inmensa discusión. Sólo quiero opinar someramente que las críticas de Laclau al concepto de “multitud” (su excesiva heterogeneidad que lleva a la ineficaz dispersión de los intereses, la necesidad de un discurso unificador que lo constituya como pueblo) me parecen muy pertinentes, y tal vez pudiéramos conservar la noción de “multitud” como tan sólo un momento de formación del Pueblo, categoría más adecuada para designar la articulación de las demandas de varias clases y sectores sociales, en un discurso (que no es sólo lo que se dice, sino también lo que se significa al actuar) que antagoniza con el de la burguesía.
En conclusión, podemos puntualizar lo siguiente: la reforma planteada constituyó una innovación política histórica: la de realizar una revolución socialista de manera pacífica, mediante las reformas jurídicas y no a través de la guerra civil, apoyándose en conceptos morales y éticos (y hasta religiosos cristianos) más que en una concepción clásica marxista o marxista leninista; exaltando el patriotismo y respetando la pluralidad política. Todo ello en una situación postmoderna de reconfiguración de los actores y las posiciones políticas, donde los partidos políticos, por ejemplo, son desplazados en sus funciones por los medios de comunicación y la acción directa de la multitud popular. Plantearse dicotomías como democracia vs socialismo es un error garrafal que consiste en trasladar esquemas de la guerra fría de los cincuenta y sesenta a una situación histórica enteramente peculiar que requiere otros conceptos y un mayor esfuerzo de pensamiento.
Dicho todo esto, sí podemos admitir (como ya lo hizo públicamente el vicepresidente de la AN, diputado Saúl Ortega) que las últimas leyes que se han venido discutiendo y aprobando, van realizando lo medular de la propuesta de la Reforma de 2007. En este sentido, la propuesta de 2007 debe interpretarse como un programa de reformas a cumplir en este momento político.
5.- ¿Una centralización revolucionaria?
Hemos dicho ya que una de las críticas más fuertes de la oposición hacia el proyecto de reformas, es que tiende a una re-centralización del poder que, al final redunda en la concentración del poder en el presidente de la república.
Si examinamos las propuestas de la Reforma de 2007, que se reeditan n las leyes que actualmente se discuten y aprueban en la Asamblea Nacional, específicamente las relativas a la “Nueva Geometría del Poder” podemos aceptar en parte la pertinencia de la crítica.
En primer lugar, el concepto mismo de “nueva geometría del saber” se incorpora al texto de la reforma. En el artículo 11 ocurre esto, y se explica que ello conlleva a la atribución presidencial de “decretar Regiones Estratégicas de Defensa, a fin de garantizar la soberanía, la seguridad y defensa de cualquier parte del territorio y espacios geográficos de la República”, nombrar autoridades especiales para enfrentar “situaciones de contingencia”. En el artículo 16 especifica que las comunas son “las células sociales del territorio y estarían conformadas por las comunidades, cada una de las cuales constituirá el núcleo territorial básico e indivisible del Estado Socialista Venezolano”. El Poder Popular se consagra como expresión de la “democracia directa”. El presidente de la República podía conferirle la categoría de “Ciudad comunal” a aquella que hubiese construido una federación de comunas y establecido un “autogobierno comunal”. Esto, de hecho, dejaba en suspenso las atribuciones de los municipios y, por supuesto, los alcaldes. Lo mismo se podría observar a propósito de los estados y gobernadores, en relación a la creación por decreto presidencial (previo acuerdo de la mayoría simple de la Asamblea Nacional- artículo 16 de la reforma) de regiones marítimas, territorios federales, municipios federales, distritos insulares, provincias federales, ciudades federales y distritos funcionales. Éstos últimos podían integrar “municipios o lotes territoriales” de ellos. Las “provincias federales” podían integrar municipios y estados “. En otras palabras, el Presidente de la República podría decretar la formación de una estructura de poder colocada por encima de los estados y municipios ya conocidas, formas institucionales controladas directamente por el jefe de estado.
En el artículo 136 de la Reforma, la oposición creyó ver claramente el fin de la institucionalidad democrática. El texto redefinía el concepto de Soberanía Popular, al remitirlo a los Consejos Comunales y de otras adscripciones. Se establecía que el pueblo es “el depositario de la soberanía y la ejerce directamente a través del Poder Popular. Éste no nace del sufragio ni de elección alguna, sino de la condición de los grupos organizados como base de la población” (cursivas mías). Esto, a simple vista, va en contradicción de la reducción del ejercicio de la soberanía al voto, pero planteaba a su vez una nueva reducción: a la organización de esos órganos de Poder Popular los cuales, de acuerdo a las diferentes versiones de la Ley respectiva, siempre aparecen como órganos del Poder Ejecutivo Nacional.
El Poder Ejecutivo Nacional, ciertamente, se reforzaba, y va a reforzarse. En la propuesta de reforma, se sustituyó la figura del Consejo Federal de Gobierno de la Constitución del 99, por un Consejo Nacional de Gobierno, encabezado por el Presidente de la República, de carácter no permanente, donde se evaluarían los proyectos comunales, locales, estadales y provinciales, para articularlos en un Plan de Desarrollo Integral de la Nación. Esto, por supuesto, entra en contradicción con la visión descentralizadora de la COPRE. En el mismo sentido, el artículo 230 consagraba la atribución presidencial de ordenar y gestionar el territorio del “Distrito Federal, los estados, los municipios, dependencias federales y de más entidades regionales”; crear o suprimir “provincias, territorios y ciudades federales, distritos funcionales, municipios federales, regiones marítimas, distritos insulares y regiones estratégicas de defensa”. No había ninguna referencia en la reforma a la descentralización, ni siquiera en calidad de política nacional, como aparece en la Constitución del 99.
¿Qué significan estas reformas? Ya hemos señalado la superación de las dicotomías del pensamiento de izquierda de los setenta. Ahora bien, en términos del campo de poder en torno al estado, podríamos adelantar la siguiente interpretación, aquí puntualizadas en forma de “tesis” para la discusión:
1) Se avanza en la reestructuración del campo de poder colocando en una posición subordinada (si no de exclusión del núcleo de poder estatal) a los detentores del capital económico (los personeros de la burguesía que creció de las políticas económicas de distribución de la renta petrolera), frente a los detentores del capital simbólico-institucional (funcionarios del gobierno). Los dirigentes partidistas e intelectuales de la oposición pasan a ser simples fichas en la disputa del poder de parte de la burguesía, especialmente los propietarios de grandes medios de comunicación, los industriales, los de grandes comercios y algunos productores agrícolas. A pesar de ello, esta reconfiguración en el campo de poder no se completa con una transformación estructural de las relaciones sociales de producción. Estamos en un capitalismo, donde el estado y su campo de poder son políticamente anti-burgueses. Esta situación anómala sostiene la polarización política de desenlaces aún imprevisibles.
2) La hegemonía articula un discurso con las demandas sociales de los sectores excluidos (genéricamente, los pobres), los horizontes nacionalistas de los sectores militares dominantes y las perspectivas internacionales de un funcionariado que entiende la relevancia de conseguir un mundo multipolar donde el estado-nación pueda adquirir cierta independencia respecto a Estados Unidos. Esa articulación discursiva se evidencia en formulaciones como el del “socialismo petrolero” de Müller y Alí Rodríguez. Más que una reestructuración del campo de poder vinculada directamente a la producción material, se pretende una redistribución de poder de arriba hacia abajo a base de la inversión social del ingreso petrolero. La clase obrera, dada su fragmentación organizativa y política, sólo se ve representada a través de ciertas reivindicaciones (como la reducción de la jornada de trabajo) e indirectamente, mediante algunas corrientes de opinión en el seno del chavismo. La formulación del Poder Popular fundamentalmente como una organización comunal y territorial vinculada al Poder Ejecutivo, es evidencia de esa articulación discursiva, arriba mencionada. No ha habido ni una propuesta coherente ni la voluntad, para la reestructuración a fondo de las relaciones sociales de producción en las empresas de propiedad pública. Tampoco han tenido éxito las propuestas de “economía social” (cooperativas, proyectos productivos de los Consejos Comunales, etc.).
3) Efectivamente, hay una tendencia a la re-centralización del poder. El proyecto de descentralización de la COPRE no sólo murió como opción reformista para sostener el sistema de conciliación de élites, sino como política de estado en general (recogida incluso en la actual constitución). Concebida originalmente como aspecto de la gran reforma neoliberal (que incluía, hay que recordarlo, la reducción del poder de los detentores del capital simbólico a favor de los detentores del capital económico), la descentralización pretendía resolver la crisis orgánica de la hegemonía burguesa (ingobernabilidad) mediante el incremento de la eficiencia administrativa y el deseable aumento de la legitimidad. Sabemos que este proyecto fracasó precisamente porque se pretendía convertir en aliados precisamente a quienes eran enemigos de una reforma que pondría en cuestión su cuota de poder. Sólo consiguió darle algún capital político a fracciones regionales de la burguesía (Salas Romer, Tablante), que enturbiaron todavía más la consecución de una gran alianza por la reforma como pretendía la COPRE. Pero la re-centralización no sólo se expresa en el fracaso del proyecto de la COPRE (y por extensión, de todo el proyecto político neoliberal), sino en la voluntad política de la reestructuración del campo de poder colocando cerca del centro a los pobres (a través de las comunidades organizadas: el llamado “Poder Popular”) y al nuevo funcionariado del estado (representado por el equipo gubernamental usufructuario del capital simbólico del Presidente). Hasta ahora esto sólo ha llegado hasta el horizonte de la re-centralización política, las políticas redistribuidoras de los recursos estatales provenientes del petróleo (las misiones, los fondos a disposición del Poder Ejecutivo) y las estrategias de independencia latinoamericanista de nuestra política internacional.
4) Esta tendencia a la centralización muy bien puede justificarse a la luz de la teoría clásica de la dictadura del proletariado, ese poder extraordinario y provisional que defiende a la revolución de sus enemigos y logra disponer de tal poder que posibilita un cambio sustancial en las relaciones sociales en su conjunto. La cuestión es que, aparte de que no se ha avanzado en el cambio de las relaciones sociales, la historia del siglo XX nos muestra que este camino está lleno de riesgos y peligros. La centralización excesiva del poder lleva efectivamente al stalinismo. Un paso en ese camino sería por ejemplo, el de someter legal o políticamente los órganos de poder popular a un aparato como el Partido, con lo cual Partido, masas y estado se confunden en una sola estructura total. La hegemonía como dirección intelectual y cultural basada en la persuasión y la asunción conciente de compromisos, sería entonces confundida con la simple dominación, convirtiendo la política (espacio de disputa o alianza de los pares) en policía (sometimiento al poder de los subordinados). En ese contexto, el concepto de “autonomía”, desarrollada por Castoriadis, como capacidad de los colectivos y los individuos de producir sus propias normas a partir del cuestionamiento de cualquier fundamento fijo de las relaciones de poder, adquiere gran relevancia.
REFERENCIAS
CLASTRES, Pierre (1997) La sociedad contra el estado. Monte Ávila editores. Caracas.
BANKO, Catalina (2008) “De la descentralización a la nueva geometría del poder” en la Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, Caracas, mayo-agosto. Facultad de Ciencias Económicas y Sociales. UCV. Caracas.
BOURDIEU, Pierre (1978) “Espíritus de estado: génesis y estructura del campo burocrático” en Revista Sociedad de la UBA, México, 1995.
Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. 2001.
BREWER CARIAS, Allan (2001) La Constitución de 1999: un análisis crítico. Caracas.
Propuesta de Reforma Constitucional 2007.
Diario de debate de la Asamblea Nacional Constituyente, disponible en http://www.an.gob.ve