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Archive for febrero 2008

CIENCIA, TÉCNICA Y CRISIS CIVILIZATORIA

Gustavo Fernández Colón

Los procesos de cambio por los que atraviesa en la actualidad el
capitalismo globalizado, no responden únicamente a las determinaciones
de las tradicionales crisis periódicas de un sistema económico cuyas
reglas de juego conducen, fatalmente, a la opulencia de una minoría y
a la miseria y la exclusión de las mayorías. Además de eso, hoy nos
enfrentamos a la irrupción de múltiples procesos de inestabilidad
sistémica que están poniendo en evidencia el agotamiento irreversible
del orden ecológico, tecnológico, económico, político, cultural y
militar impuesto por Occidente, desde el siglo XVI, a escala
planetaria. La sincronicidad de todos estos puntos de quiebre hace de
la actual encrucijada histórica una crisis multidimensional, que está
obligando a la especie en su conjunto a escoger entre la devastación
capitalista del hombre y de la Tierra o la construcción de una nueva
civilización ecosocialista (1) auténticamente sustentable, equitativa,
participativa, pacífica y plural.

La ciencia y la técnica no podían quedar al margen de esta mutación
civilizatoria. En efecto, también en el campo de los saberes
científico-técnicos la crisis de la modernidad ha tenido una de sus
expresiones más notables en el tránsito del paradigma mecánico-
causalista fundado por Descartes y Newton, al paradigma ecológico-
indeterminista inaugurado por la física relativista y la mecánica
cuántica (Bateson, 1980; Capra, 1982). En el ámbito de la filosofía y
las ciencias sociales, asistimos al derrumbe de la vieja ontología
esencialista fundada en las dicotomías del sujeto y el objeto, la res
cogitans y la res extensa, lo científico y lo ideológico, el atraso y
el progreso (Lanz, 1998; Vattimo, 1990), y presenciamos el
desbordamiento de la organización disciplinaria del conocimiento como
resultado de la irrupción de la problemática de la complejidad y la
necesidad de abordarla mediante métodos transdisciplinarios (Morin,
2001; Vilar, 1997).

En estas circunstancias, sociedad y cultura comienzan a ser
comprendidas, en su interioridad, como totalidades complejas, híbridas
y polivalentes (García Canclini, 1990, 1995; Maffesoli, 1990, 1997), y
en su exterioridad como sistemas abiertos en permanente interacción
con su contexto ecológico, sin que sea posible concebir su
configuración intrínseca desligándola de la dinámica de adaptación /
transformación que la enlaza constitutivamente con su entorno (Rosnay,
1977; Vitale, 1983).

Por otra parte, el énfasis de las ciencias humanas, desde su
constitución en el siglo XIX, en la dimensión técnico-económica de la
organización social, se ha venido desplazando hacia la dimensión
simbólica o, en otras palabras, hacia la cultura, en tanto que sistema
de producción e intercambio de significados compartidos; con lo que la
semiótica y la hermenéutica han entrado a disputarle a la economía
política su posición dominante en el estudio de los fenómenos sociales
(Lotman, 1996). Sin embargo, cabe estar precavidos frente a los
extremos idealistas o solipsistas en los que ha desembocado cierta
vertiente de la filosofía contemporánea para la cual «todo es
discurso». Pues la dimensión crucial del actual viraje epistemológico,
no puede despacharse sin más como una sustitución del causalismo
materialista de la ciencia moderna por el relativismo interpretativo
de la llamada sensibilidad postmoderna, sino que nos impone la difícil
tarea de trascender los reduccionismos y las explicaciones cerradas y
concluyentes, y abrirnos con modestia al reconocimiento de la
multidimensionalidad, la intersubjetividad, la historicidad y la
incompletud de nuestro conocimiento de lo real.

En esa dirección, propuestas como las de Kuhn (1986) y Feyerabend
(1981) sobre el carácter no acumulativo del conocimiento en virtud de
las reiteradas mutaciones históricas sufridas por las reglas y
categorías adoptadas como universales por las comunidades científicas,
y alegatos como los de Marcuse (1964) y Foucault (1988, 2002) acerca
de las formas de dominación implícitas en la construcción social de
los discursos, las teorías y las tecnologías, evidencian que ha venido
ganando terreno el cuestionamiento a la objetividad y la neutralidad
ética de las prácticas científicas, no sólo en el terreno de las
ciencias sociales sino en el de las mismas ciencias naturales.

En el campo marxista, Gramsci ha sido tal vez el primero en formular
nítidamente esta ruptura con la gnoseología positivista cuando
escribió: «en realidad la ciencia es también una superestructura, una
ideología» (1997:63). Una vez hecha esta constatación, resulta lógico
reconsiderar la validez del principio determinista según el cual el
desarrollo de las fuerzas productivas, al entrar en contradicción con
las relaciones sociales de producción imperantes, es el principal
desencadenante de los procesos revolucionarios. Máxime en una
circunstancia histórica como la presente, donde las fuerzas
productivas resultantes de la innovación científico-tecnológica se
hallan cada vez más sometidas al control monopólico de las
corporaciones transnacionales y, en consecuencia, están siendo
modeladas permanentemente, desde su concepción hasta su aplicación,
por el propósito de sostener las relaciones de dominación económica,
política y militar imperantes. De ahí que, hoy más que nunca, cobren
vigencia las previsiones de pensadores como Herbert Marcuse (1964),
Murray Bookchin (1971), Fritz Schumacher (1973), Iván Ilich (1973) y
David Dickson (1977), para quienes los instrumentos técnicos diseñados
por las instituciones hegemónicas del capitalismo globalizado, tanto
con fines productivos como destructivos, no podrán ser integrados
dentro de un modo de producción alternativo sin que su adopción
reproduzca las mismas – o incluso peores – relaciones de dominación y
sin que la ideología materializada en su estructura y su
funcionamiento impida la maduración de un nuevo orden social
verdaderamente orientado a la liberación del hombre y la preservación
de la vida (2).

Si admitimos que los procesos de cambio revolucionario implican una
transformación profunda de la configuración de las relaciones sociales
(de producción y de otros órdenes de la vida colectiva) o, en el
lenguaje de Edgar Morin (1995), si admitimos que una revolución es un
proceso de morfogénesis del circuito metabólico que enlaza a la
infraestructura económica con la superestructura ideológica, se
comprende que las prácticas sociales de producción de los saberes
científicos y técnicos se modifiquen también, sustancialmente, a la
par con los cambios operados en la esfera económica, política y
cultural de la sociedad.

Cabe acotar que en modo alguno abogamos aquí por una filosofía ingenua
de retorno a las cavernas o una condena dogmática al legado científico-
técnico de la modernidad. Nuestro propósito es más bien llamar la
atención acerca del riesgo de naufragio que correría cualquier
proyecto socio-político alternativo al capitalismo, al dejarse
capturar por el círculo vicioso de la copia compulsiva de los
«avances» técnicos – tanto productivos como destructivos – de su
adversario, sin una evaluación permanente de sus efectos ecológicos,
sociales, políticos y culturales. No haber advertido este riesgo fue
una de las principales razones del fracaso del socialismo del siglo XX
o, más específicamente, de la implosión del socialismo real ensayado
en la Unión Soviética y la regresión del socialismo chino hacia las
formas más extremas del «capitalismo salvaje». Pues tanto el colapso
soviético como la recolonización de China por el capitalismo
globalizado, son en gran medida el resultado de la opción de
enfrentarse a la dinámica envolvente de la Guerra Fría desde el mismo
marco epistémico de la modernidad industrial de su oponente. Fue así
como la competencia tecnológica y militar con las potencias
capitalistas de Occidente asfixió, hasta hacerlo perecer, el impulso
inicial en favor de la democratización radical de las decisiones
políticas y la gestión horizontal de las actividades económicas.

A la luz de estas consideraciones, la creencia acrítica en la
naturaleza universal y necesaria de las fuerzas productivas
desplegadas históricamente en el seno de las sociedades
industrializadas, así como la idea de que su adopción acelerada es un
requisito indispensable para la consolidación de cualquier proyecto de
transformación revolucionaria de las naciones «subdesarrolladas»,
constituyen ideologemas provenientes de la episteme moderna compartida
tanto por el positivismo (y sus derivaciones funcionalistas,
neopositivistas y estructuralistas) como por el marxismo pre-
gramsciano. En consecuencia, cualquier estrategia de desarrollo
científico-tecnológico edificada sobre estas bases, terminará
reproduciendo las formas de dominación imperantes hasta el presente en
las llamadas sociedades «periféricas» y, en consecuencia, jamás
llegará a ser una política auténticamente revolucionaria,
independientemente de que sus promotores crean estar promoviendo una
revolución.

Y es que la magnitud de la crisis ecológica gestada por el modelo de
desarrollo industrial adoptado en la actualidad por los tres mundos
(en el lenguaje de la Guerra Fría), obliga a cuestionar los
fundamentos mismos de la modernidad y su concepción del progreso,
entendido como explotación técnica de la naturaleza y del hombre a
escala planetaria. De ahí que el fomento de alternativas tecnológicas
de producción y consumo, basadas en el respeto a la diversidad
ecológica, los saberes locales tradicionales y la organización
cooperativa y autogestionaria de la acción económica, sean tareas
urgentes para quienes esperamos que los valores de la vida se impongan
sobre los antivalores de la muerte.

Otro flanco dramático del actual desarrollo prometeico de la técnica
es el de la inmensa potencia destructiva del arsenal de armas
biológicas, químicas y nucleares, que amenaza con borrar al hombre de
la faz de la tierra. Esto obliga a pensar en el riesgo que implica el
control excluyente que han venido ejerciendo los militares, los
gobiernos y las corporaciones del primer mundo, sobre la investigación
científica y tecnológica, hoy en día al servicio de la voluntad
destructiva del Imperio que pretende regir los destinos del mundo. Un
control que a fin de cuentas ha resultado ineficaz, cuando las leyes
del mercado han puesto estos instrumentos de aniquilación masiva en
manos del mejor postor o del aliado político de turno. Frente a estas
realidades, únicamente la participación popular en la toma de
decisiones sobre el financiamiento de la investigación militar, podrá
ponerle freno a un gasto incuantificable e inmoral, que bien podría
dirigirse hacia proyectos mucho más beneficiosos y urgentes para la
humanidad. Las comunidades organizadas tendrán que ser, en las
sociedades que aspiren sobrevivir al caos desatado por el capitalismo
global, los nuevos actores responsables de la producción y el uso del
conocimiento y las herramientas técnicas, destinadas a la paz o a la
guerra, que los valores de la nueva civilización harán factibles
sobre la base del respeto a la diversidad infinita de la vida.

En consecuencia, una transformación revolucionaria de las prácticas
sociales de producción y reproducción de los saberes científicos y
técnicos, implica un cambio paradigmático en el que resultarán
modificados radicalmente cuando menos tres órdenes: a) el de la
epistemología que sirve de fundamento a las prácticas de producción de
estos saberes, b) el de la axiología que orienta los fines de la
ciencia y la técnica y permite evaluar la adecuación entre medios
científico-técnicos y fines sociales y c) el de los actores sociales
que detentan la hegemonía en el campo de las prácticas científico-
técnicas.

De aquí se infiere que, después del siglo XX, las revoluciones no
puedan seguir concibiéndose únicamente como cambios en las formas de
propiedad de los medios de producción. Obviamente estos cambios son
necesarios y urgentes para superar la desigualdad y la exclusión, pero
el punto es que han dejado de ser suficientes si se aspira que las
revoluciones signifiquen de veras una transformación profunda del
orden capitalista. El fracaso del socialismo industrialista-
burocrático del pasado siglo ha dejado una lección irrecusable a este
respecto.

Asimismo, una política auténticamente revolucionaria en el campo de la
ciencia y la tecnología (y por lo tanto no reproductora del viejo
orden capitalista y colonialista), tendrá que redefinir su ámbito de
competencia mucho más allá del protagonismo excluyente ejercido en la
modernidad por el mercado (a la derecha) y el Estado (a la izquierda).
Pues para sortear el riesgo de reincidir en un simple cambio de
rostros en la nomenclatura de la burocracia estatal o de las
corporaciones privadas que hasta el presente han hegemonizado la
producción de los saberes científico-técnicos, habrá que comenzar por
identificar a los auténticos sujetos de la Revolución en curso y sus
arraigos culturales más allá de las fronteras de los marcos
epistémicos e institucionales de la tecno-burocracia pública y privada
articulada a los intereses del capital transnacional. En segundo
lugar, una vez reconocidos los nuevos actores sociales y sus marcos
epistémicos, éticos y socioculturales, será necesario iniciar la
transferencia progresiva del control sobre los procesos de producción
y reproducción de los saberes científico-técnicos, de las manos del
Estado y las corporaciones a las manos de las comunidades y redes
sociales protagonistas del nuevo orden civilizatorio emergente. Nótese
que esta «transferencia» va mucho más allá del proyecto ilustrado de
democratización de la ciencia y la técnica producidas por la
modernidad. Implica además (y en esto se juega su carácter
auténticamente revolucionario) la posibilidad de refundar los procesos
sociales de producción y reproducción de la ciencia y la técnica sobre
las nuevas bases epistemológicas y axiológicas aportadas por los
sujetos populares del cambio.

De esta manera, veremos surgir una ciencia y una técnica iluminadas
por valores ecológicos, no depredadora y no contaminante; una ciencia
y una técnica emancipadas y emancipadoras, que no reproduzcan la
dinámica de explotación y exclusión propia de las relaciones de
dominación capitalistas; una ciencia y una técnica surgidas de la raíz
de las culturas originarias, indígenas, campesinas y populares aún
sobrevivientes; una ciencia y una tecnología creada y gestionada
equitativamente por hombres, mujeres y niños; una ciencia y una
técnica que sin negarse a dialogar con los saberes heredados de la
modernidad, impida activamente a las burocracias y las corporaciones
arrebatarle el protagonismo en la configuración de su destino a los
poderes creadores del pueblo. En fin, se trata de la enorme tarea de
sustituir una ciencia de las minorías concebida para el sostenimiento
del poder y la universalización de la muerte, por una ciencia gestada
por las mayorías para el florecimiento de la vida y la diversidad de
las culturas sobre el suelo nutricio de la Madre Tierra.
(más…)

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SUSTANCIA Y SOBRIEDAD

Jesús Puerta

 

En primer lugar, convengamos en que el “chavismo” no es sólo un constructo periodístico. Usemos el término para caracterizar un período de la historia venezolana correspondiente a un bloque histórico que todavía no ha terminado de armarse del todo. “Por ahora” yo lo caractericé como nacional-popular, de retórica antiimperialista y “socialista”. Pero le faltan aún años para culminar su definición.

La primera dificultad para establecer un debate “sustancial y sobrio” (como dice Luís Barragán) para caracterizar al “chavismo”, es zafarse de la hojarasca propagandística, de los fáciles desplantes polémicos y de los conceptos manidos. Por ejemplo, ese del “neopopulismo autoritario”. El término es coetáneo con aquél de la “antipolítica” y tiene cierto prestigio académico. Pero es definitivamente ambiguo e impreciso, es como un “saco”: ahí caben Perón, Velasco Alvarado, Nasser, Menem, Fujimori, Castro, Palito Ortega, Irene Sáenz, Hugo Chávez. Ernesto Laclau descalifica al “populismo” como concepto. Su uso, señala, ha estado asociado con un no disimulado desprecio hacia las masas populares. Funciona como un prejuicio en el peor sentido de la palabra. Contra él, se estrellan los hechos. Contra éstos, se usan explicaciones ad-hoc.

Así, Chávez es autoritario aunque haya propuesto en una constituyente los revocatorios de mandato, aunque no haya establecido de una vez un estado autoritario en una constituyente donde manejaba una mayoría abrumadora, aunque haya convocado (y ganado) muchas elecciones democráticas, aunque haya permitido una fiera oposición de los medios de comunicación sin censura, aunque haya perdonado a los que conspiraron contra él, aunque haya respetado una decisión del Tribunal Supremo que caracterizó con el absurdo de “vacío de poder” lo que a todas luces fue un golpe de estado, aunque reconozca que sus contrincantes han logrado reunir las firmas para convocarle un revocatorio, aunque haya reconocido la derrota en el reciente referendum del 2 de diciembre (el cura Ugalde todavía el 28 de octubre en un artículo de prensa, aseguraba que Chávez no reconocería su derrota y por ello justificaba una “lucha” de rasgos sospechosos), etc., etc. Siempre Chávez sigue siendo esencialmente autoritario, aunque las cosas que hace no lo sean. Esa “esencia” vendría, según, de ser militar. Por eso es curioso que, cada vez que Chávez actúa como un demócrata, a la luz del antichavismo, lo haya hecho presionado por los militares.

No es una necedad invitar a examinar con más cuidado la situación de los partidos políticos. Lo que sustituyó al bipartidismo, no fue un monopartidismo, incluso si ese fuera el deseo de Chávez: fue una muy dinámica movilización de masas, agitadas y orientadas por los medios masivos de comunicación. Chávez y Globovisión son las dos caras de la misma massmediación radical de la política. Que no es sino expresión de una inmensa “crisis orgánica”. A ambas partes les ha costado muchísimo construir o reconstruir algo así como un partido político. La confusión Partido-Estado tampoco ha terminado de cristalizar. A Jorge Rodríguez es obvio que se le quemaron los dos conejos. Lo más que ha habido es utilización de recursos públicos para hacer propaganda y movilización de un lado. Aparte de una “política” de reclutamiento de funcionarios basada en el amiguismo. Del otro, se han usado recursos privados y algunos públicos, pero del Estado norteamericano.

Que el estado venezolano sigue siendo un estado burgués, es también evidente. No ha habido ninguna colectivización forzada, y Chávez no parece ganado ni de lejos a ella. La Asamblea Nacional reparó presurosa el presunto error de haber eliminado de la propuesta de reforma constitucional la garantía de la disposición de la propiedad privada sobre los medios de producción que se le había “chispoteado” al proponente. En el PSUVE se convirtió en todo un problema incorporar el adjetivo “anticapitalista” a su programa, queriéndosele despachar con el mote de “antiimperialista” que está incluido hasta en el programa del APRA y de AD. Lo curioso es que Barragán ahora diga que “El chavismo encarna la contrarrevolución de un emergente sector de la
burguesía petrolera que, antes ajena a la captación de la renta
internacional (que no, producción), desplazó al sector tradicional”.
¿Contrarrevolución? Si es una fracción emergente, no ha reaccionado “contra”: ha emergido en “pro”, como un factor “nuevo”. ¿Burguesía petrolera? Si se refiere a que es una burguesía que capta, en su acumulación de capital, parte de la renta petrolera, no hay burguesía venezolana que no sea, de una u otra forma, petrolera. Por lo demás, la burguesía venezolana, como clase, no ha sido tocada ni con el pétalo de una rosa. Le falta “sustancia y sobriedad”, profesor Barragán.

Los que sí reaccionaron en contra, pero del bipartidismo y el neoliberalismo, fueron las masas populares. Los que sí reaccionaron a la pérdida de sus posiciones de poder desde 1999, sabemos muy bien quiénes fueron. Pero hay otro sector que no logró mantenerse en el poder, aunque hoy retiene “trincheras” en la guerra de posiciones de la sociedad civil y política: un sector que se identifica con el PP español, con el Departamento de Estado norteamericano. Ese sí que ha querido “emerger”, hasta “golpear”; pero la mayoría no lo ha dejado.

 

El presente artículo es una respuesta a un artículo de Luis Barragán y continuación del artículo ¿Qué es el Chavismo? también de Jesús Puerta.

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