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Archive for marzo 2009

Plan Anticrisis: pro-socialista, pero no anti-capitalista

Miguel Ángel Pérez Pirela

panytrabajo

Venezuela, uno de los países menos afectados por la debacle financiera mundial, ha reaccionado contra la misma, implementado una serie de medidas que el Presidente Hugo Chávez bautizó como “Plan anticrisis”. Pero lo que son medidas de protección hacia los sectores más bajos de la sociedad, ciertamente no son acciones que contrarrestan y meten en causa al capitalismo neoliberal, todavía fuerte en la sociedad venezolana. En otras palabras, el “plan anticrisis” es – no cabe duda – pro-socialista, pero no anti-capitalista.

Contrariamente a lo afirmado por el «oposicionismo» mediático de la derecha venezolana, este plan no tiene nada que ver con los “paquetes económicos” que en la IV República se implementaron, tales como el de diciembre de 1986, cuando Lusinchi devaluó la moneda nacional en un 93% y aumentó el precio del combustible, o aquel célebre «paquetazo» de Carlos Andrés Pérez en febrero de 1989, que dio origen a un Caracazo que produjo miles de muertos.

Otra vez la derecha que vaticina dramáticos paquetazos, se encuentra contradicha por una realidad que es mucho menos espectacular, apoteósica y apocalíptica de lo que ella piensa.

En la realidad se plantearon como medidas anticrisis un aumento del salario mínimo y las pensiones en un 20%, así como también la reducción equivalente al 6.7% del gasto público para el 2009, sobre todo en los llamados gastos suntuarios del Estado.

Estas medidas, no lo podemos dudar, protegen a la clase más desfavorecida y, al mismo tiempo, dan mensajes éticos y de disciplina socialista a las más altas esferas del Estado. Pero también, y en esto se debe ser francos, dejan intactos los grandes capitales venezolanos que han surgido precisamente de la acumulación llevada a cabo a través de metodologías, mañas y acciones neoliberales.

De hecho, por una parte se aumenta un IVA que, como lo sabemos, es el impuesto más injusto que existe a nivel planetario , por cobrar un porcentaje único a todos los ciudadanos. Por otra, (a pesar de limitar tímidamente los dólares preferenciales para caviar, limosinas, etc.), no se plantean medidas tributarias de gran talante que toquen, por ejemplo, las grandes riquezas, las millonarias transacciones bancarias, las suntuosas herencias, las engordadas cuentas bancarias, etc.

Dicho de manera más clara: se toman medidas socialistas para amortizar los efectos nefastos de un capitalismo planetario, pero no para tocar su causa primera que, no es otra, que la acumulación grosera de capitales en manos de pocos.

Por todo ello, el “oposicionismo mediático” celebra el haberse equivocado en sus horribles predicciones, de que «finalmente a través del tan anunciado paquetazo de Chávez se llegaría sin más a un “comunismo del siglo XXI”. Mientras que, al mismo tiempo, una parte del chavismo mira con rara ingenuidad a los grandes capitales y sus intereses, como diciendo: “una vez más se equivocaron, la democracia socialista, en nombre de quién sabe qué derecho humano, respeta los intereses de la oligarquía”.

El saldo es de ensueño para “nuestra querida, contaminada y única” oligarquía venezolana, la cual posee el país añorado por todas las oligarquías del mundo en la actualidad: un país donde el gobierno protege el trabajo, los planes sociales y la estabilidad de los más pobres; sin tocar por ello, de manera enérgica y definitiva los grandes capitales.

Venezuela se encamina entonces hacia el ideal planetario de la socialdemocracia, en el cual ricos y pobres convivirán sin mayores complicaciones: los pobres, protegidos por un Estado que prevendrá cualquier levantamiento social a través de importantes políticas sociales. Los ricos, amparados por esa pax perpetua, condición necesaria para todo buen negocio.

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La Cosecha Roja de la Universidad de Carabobo

Jesús Puerta

cosecharoja

La inolvidable novela policial de Dashiel Hammet Cosecha roja concluye con la toma de la Guardia Nacional, de aquella ciudad maldita en poder de unas mafias implacables que habían desatado su furiosa guerra en las calles, enfrentamiento sangriento y generalizado. Qué sorpresa (y qué vergüenza) que la Universidad de Carabobo ahora luzca como aquella ciudad desbordada por los criminales, las armas, las llamas, la sangre y hasta los muertos. De veras que quema los fusibles de la cabeza ver cómo las mismas autoridades y grupos dominantes de la UC, que desde hace tiempo se rasgan las vestiduras por la autonomía universitaria, como si algún peligro externo (o sea, el gobierno) la asediara, se hayan visto precisadas a convocar ellas mismas, insisto, a la Guardia Nacional para resguardar unas elecciones decanales.

En realidad, la violencia no es nueva en la Universidad de Carabobo. Recuerdo claramente, por ejemplo, el asalto de aquellas elecciones estudiantiles de 1987 por parte de las bandas armadas de Acción Democrática. El fenómeno de la llamada “capucha” viene desde, por lo menos, la segunda mitad de los ochenta. Antes, los enfrentamientos con la policía se hacían con las caras descubiertas. Eran choques de verdad verdad, con plomo de allá para acá. Había estudiantes y profesores heridos y muertos, acerca de los cuales ni se sabía, porque “misteriosamente” no salían por los medios. No había cámaras de televisión como las que ahora cubren cualquier pataleta de los dirigentes estudiantiles de ahora. Ante la acción de los agresivos organismos de seguridad de aquellos gobiernos verdaderamente represivos, se impuso el tapado de rostro como mecanismo de seguridad, porque si te identificaban cuidado si no te buscaban y desaparecían. Eran batallas por el presupuesto universitario, enmarcadas en larguísimos paros, por el pasaje estudiantil, contra allanamientos siempre justificados por los medios y por el gobierno de turno, adeco o copeyano.

Pero aquella “capucha” politizada, aguerrida y hasta disciplinada, fue degenerando en un proceso promovido por los nuevos grupos de poder que también se fueron enquistando en la universidad. Posiblemente el punto de quiebre de ese proceso degenerativo fue cuando un grupo estudiantil cambió unos votos en el claustro por las iniciales de unos apartamentos y unos carros. A su vez, esa conversión de la negociación política en simple negociación entre mafias, tuvo que ver con la consolidación de una macolla que se atrincheró en importantes posiciones de la estructura de poder ucista. O la degeneración tocó fondo cuando se ofrecieron unos reales para garantizar “la seguridad” de un rector o un decano. O cuando se ofrecieron unos cargos administrativos. O cuando se permitió la construcción de una “ciudad bendita” (en alusión a una conocida telenovela) en los pasillos adyacentes a FACES, Educación o Derecho.

Los muertos que viene “cosechando” esa guerra entre grupos armados delincuenciales, ya tienen varios años. Así mismo, las violaciones, las redes de narcotráfico y de prostitución juvenil. Que todo viene junto. Así como las pugnas por piñatas tan apetitosas como aquella “fundación”, cuyos millardos ofreció alegremente Acosta Carles hace pocos años. O las pugnas por concursos, por cupos, por cargos administrativos. Todo se fue mezclando en un solo caldo de corruptelas, violencia, malandraje y crimen organizado desde las alturas, hasta llegar a un sicariato que ya se anuncia.

Por eso, pensándolo bien, no nos sorprenden demasiado esos guardias nacionales apostados en la avenida Salvador Allende para resguardar unas simples elecciones decanales, porque ¿qué estamos eligiendo los universitarios en realidad? La complicidad ha sido la actitud generalizada en TODO el bloque de poder que ha gobernado esa institución desde, por lo menos, comienzos del nuevo siglo. Apriete usted cualquier pequeña protuberancia en el régimen universitario y le saltará a los ojos una gota de pus.

O un disparo.

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¿Es lo que hay?

Revuelta a la Pregunta de la Enmienda

Roldán Tomasz Suárez

Hand with Reflecting Sphere

Pocos días antes del referéndum sobre la enmienda constitucional publiqué un artículo titulado «La Pregunta de la Enmienda», donde intentaba explorar las razones por las cuales un importante sector de la población percibe a Chávez como indispensable para dar continuidad al proceso de cambios en Venezuela. Postulaba que la principal razón es un simple cálculo electoral: sólo la candidatura de Chávez en el 2012 puede asegurar que las elecciones presidenciales no las gane el candidato de la oposición. Postulaba también que ese cálculo electoral no logra ser contrarrestado por las diversas deficiencias que buena parte de la población reconoce en la gestión de gobierno. Y ello debido a dos razones. Primero, porque tales deficiencias tienden a ser percibidas como simples tropiezos a lo largo de un camino fundamentalmente correcto. Segundo, porque se considera preferibles esas deficiencias gubernamentales a los escenarios negros que pudieran realizarse en Venezuela en caso de un regreso de la oposición al poder.

Sin embargo, hay una cuestión no resuelta que se aloja en el mismo corazón del asunto tratado en aquel escrito: ¿por qué se piensa que sólo Chávez –y no algún otro candidato de izquierda– puede asegurar el triunfo electoral en las elecciones del 2012? La respuesta que insistentemente aparece ante esta pregunta tiene la forma de otra pregunta: «¿Y quién más podría ser?» Esta segunda pregunta invita a lanzar un mirada sobre el espectro de figuras políticas dentro del chavismo y a encontrar que no hay nadie allí que pueda sustituir a Chávez. O, al menos, nadie que lo pueda sustituir en términos electorales. Es decir, el asunto no radica en que se piense que dentro del chavismo no es posible encontrar políticos con mejores ideas acerca de lo que hay que hacer en Venezuela, o con mayores capacidades intelectuales o técnicas para gobernar. Lo que sí tiende a pensarse es que, por muy capaces que sean esos otros políticos, no tienen las condiciones necesarias para ganar unas elecciones presidenciales. Más en concreto: no tienen el carisma, la energía, el encanto o como quiera que se llame esa cosa misteriosa propia de la personalidad de Chávez que le ha permitido mantener altísimos niveles de popularidad contra viento y marea, superando golpes, paros, sabotajes y conspiraciones, a lo largo de diez años.

Ahora bien, el atribuir el secreto de las victorias electorales de Chávez a su carisma personal (como hace no sólo un sector del chavismo, sino también casi toda la oposición), lleva implícito un juicio acerca del modo como se comporta electoralmente el «pueblo chavista». Se piensa que ese pueblo vota, fundamentalmente, por una persona, quizás una figura paternal que le inspira confianza y seguridad; pero no por un proyecto político o unas capacidades para llevarlo a cabo –como sería propio de un cierto ideal de cultura ciudadana democrática. Y aún cuando se acepta que esto no es lo más deseable, que este comportamiento es casi el exacto opuesto de lo que se persigue como ideal político, parece que se asume explícita o implícitamente que no queda más remedio que adaptarse (al menos provisionalmente) a esta triste realidad política y cultural de nuestro pueblo, entendida como resultante de una larga historia de maltrato material y espiritual. De manera que uno de los pilares que sostienen la convicción de que Chávez es políticamente indispensable para Venezuela es una silente resignación ante lo que tenemos (o somos) como pueblo. Detrás del apoyo a Chávez se esconde una tímida y pudorosa queja –«Es lo que hay…»– referida tanto a su persona como a nosotros mismos.

Con respecto a esta situación quisiera hacer, por lo pronto, sólo unos breves comentarios. En primer lugar, parece claro que el gobierno de Chávez, con el transcurrir del tiempo, ha ido asumiendo, cada vez con mayor fuerza y convicción, esa visión negativa de nuestra realidad política y cultural. Sólo así se explica la creciente personalización del proyecto político bolivariano en la figura del propio Chávez –y, en gran parte, por obra del propio Chávez. Como ya señalé en mi artículo anterior, el debate político en torno al proyecto de país está siendo convertido, desde hace varios años, por el propio partido de gobierno, en una mera repetición mecánica de las ideas del «líder» y en un rechazo automático (con frecuencia acompañado de acusaciones de «traición») a toda opinión distinta. Es decir, lo único que va quedando del debate político en nuestro país es si se está a favor o en contra de Chávez. Obsérvese que este esfuerzo sistemático por reducir el debate y la participación políticos guarda estrecha consonancia con una visión de la sociedad venezolana en la que se asume que ésta, sencillamente, «no da para más». O, puesto de otro modo, con una visión de la sociedad en la que se entiende que esa forma degenerada de discusión política es más rentable, en términos electorales, que el debate serio de ideas y proyectos.

En segundo lugar, es necesario observar que lo anterior implica la presencia de una contradicción o, al menos, una ambigüedad en el discurso político del propio gobierno. Me refiero a que, por una parte, existe en ese discurso una sistemática exaltación de las supuestas virtudes del pueblo venezolano –a quien se califica como «heroico», «sabio», «digno», «consciente», «la voz de Dios», etcétera–, pero, por la otra, se reconoce de diversas maneras que ese mismo pueblo está en «crisis moral», se halla «penetrado por valores foráneos», desprovisto de «conciencia política» y, por ende, necesitado de «formación ideológica». Mientras en el pueblo imperen estas últimas condiciones –se piensa– hace falta un «líder». Ciertamente, si el pueblo fuese realmente «sabio» y «consciente» no necesitaría de ningún «líder» para guiarlo, pues sería perfectamente capaz de guiarse por sí solo. Lo que necesitaría sería un simple ejecutor de la voluntad popular, definida por mecanismos democráticos. La insistencia en la necesidad del «líder» revela, pues, una inconsistencia de fondo en el modo como el gobierno ve y se relaciona con el pueblo.

En tercer lugar, esta visión negativa de las capacidades políticas del pueblo venezolano no sólo afecta al gobierno sino también a la oposición, y ello en relación con la base electoral de ambos bandos políticos. Así como el gobierno tiende a ver a quienes lo apoyan como una especie de minusválidos políticos, incapacitados para debates de mayor vuelo y, por ende, necesitados de un «líder», también la oposición tiende a ver a este sector como una masa de ignorantes y borregos. Por su parte, desde el gobierno se tiende a ver a los sectores de la población afines a la oposición como un conjunto de individuos alienados, transculturizados, manipulados o «envenenados» por los medios de comunicación, es decir, incapaces de pensar por sí mismos. Y las capacidades políticas de la población opositora tampoco parecen gozar de mayor estima por parte de los propios políticos de oposición, a juzgar por el deplorable nivel de los debates y de los mensajes que tales políticos continuamente proponen a sus simpatizantes.

Un curioso subproducto de esta situación es que ninguno de los dos bandos políticos reconoce que el adversario represente genuinamente a un importante sector de la población venezolana. Según la oposición, Chávez no representa la opinión mayoritaria de venezolanos sino que manipula a una masa de seguidores fanatizados. Según el gobierno, los políticos opositores tampoco representan al sector de la población que vota por ellos, pues ese sector, simplemente, es víctima de un continuo envenenamiento mediático causante de una «disociación psicótica». Así, la persistente visión disminuida de las capacidades políticas del venezolano socava sistemáticamente el piso de legitimidad de los principales actores y proyectos políticos que operan en Venezuela.

En cuarto lugar, la sorprendente uniformidad de esta visión negativa con respecto a nuestro nivel de madurez política y ciudadana plantea la interrogante de si no se tratará de un fenómeno de larga data y de profundo arraigo histórico en nuestro país. En otras palabras, parece interesante preguntarse si no es el caso que todos los proyectos políticos de importancia en la historia de Venezuela han partido del supuesto, explícito o implícito, de tener que contar con una población moral e intelectualmente deficiente. Ya Bolívar decía: «Moral y Luces son nuestras primeras necesidades». Claramente lo decía porque veía en su pueblo una profunda carencia tanto de Moral como de Luces. Así lo dice, explícitamente, en su Discurso de Angostura «Uncido el pueblo americano al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, no hemos podido adquirir, ni saber, ni poder, ni virtud. […] Así, legisladores, vuestra empresa es tanto más ímproba cuanto que tenéis que constituir a hombres pervertidos por las ilusiones del error, y por incentivos nocivos. «La libertad-dice Rousseau es un alimento suculento, pero de difícil digestión». Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer su espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la libertad. Entumidos sus miembros por las cadenas, debilitada su vista en las sombras de las mazmorras, y aniquilados por las pestilencias serviles, ¿serán capaces de marchar con pasos firmes hacia el augusto templo de la libertad?.»

Aunque movido por un claro afán descolonizador, Bolívar permanece atrapado dentro de la visión dominante, europea, de los pueblos conquistados como pueblos que AÚN no están preparados para asumir la condición de ciudadanos dentro de un régimen político democrático moderno. En la narrativa del Progreso, los pueblos conquistados siempre vamos a la zaga, siempre incapaces de disfrutar de los beneficios propios de una sociedad «desarrollada» –beneficios que siempre quedan postergados como promesa para un futuro incierto. Dentro de esta visión «progresista» de la sociedad (nótese que a gobiernos como el de Chávez se les suele llamar «progresistas»), nunca se duda de que el modelo de sociedad al que debemos aspirar y avanzar es un modelo democrático moderno, donde la figura del ciudadano «participativo y protagónico» es de central importancia. Con el inconveniente de que no disponemos en lo absoluto de ese tipo de ciudadano, lo cual se convierte, entonces, en punto de partida y escollo fundamental para todo proyecto político «progresista». En esta situación la tentación de construir un «líder» para el pueblo aparece con facilidad –más aún cuando se piensa que hay un enemigo externo capaz de aprovecharse de la supuesta ingenuidad e inmadurez del pueblo.

En efecto, ante el divorcio entre los buenos deseos y lo que se percibe como realidad cultural, el temor a las tendencias anárquicas y autodestructivas –propias de la condición supuestamente degenerada de nuestros pueblos– toma la batuta. «Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción», decía Bolívar en su Discurso. Y como remedio a ello proponía que no adoptásemos como modelo político una democracia como la estadounidense –la cual, sin embargo, reconocía como más cercana a su ideal– sino un régimen democrático similar a la monarquía constitucional inglesa. A lo largo de su vida Bolívar insistió una y otra vez en la necesidad de contar con un Poder Ejecutivo poderoso y estable como contrapeso a la amenaza del caos que se cierne sobre una sociedad que asume la democracia sin estar preparada para ella. En varias ocasiones propuso figuras presidenciales vitalicias y cuasi-hereditarias para las repúblicas recién creadas. Él mismo, incluso, llegó a asumir el título y los poderes de Dictador. Vale la pena recordar, además, que años después de su muerte, Bolívar fue convertido por Guzmán Blanco –otro presidente venezolano con tendencias «progresistas», esta vez en versión positivista– en una especie de santo, objeto de veneración oficial, por medio de la instauración del culto a «El Padre de la Patria». Gracias a este paso Bolívar se transformó en una especie de «supra-líder» legitimador de diversos «líderes» venezolanos posteriores. Al respecto valdría la pena pensar, también, hasta qué punto el proyecto original de Acción Democrática –en gran medida definido por Rómulo Betancourt, a quien también se intentó convertir en santo («El Padre de la Democracia»)– no fue una expresión más de este pensamiento «progresista» que decide suspender provisionalmente sus ideales políticos ante la deplorable realidad humana que cree encontrar a su alrededor. En todo caso, Bolívar parece haber jugado un papel importante en esta tendencia nuestra a pensar que, en vista de lo que (lamentablemente) somos como pueblo, AÚN necesitamos un «líder». Al menos en este aspecto, el proyecto de Chávez es, sin duda, muy bolivariano.

Resulta claro que todos estos proyectos «progresistas», si es que en verdad los ha habido, han fracasado en su intento por transformarnos en una sociedad «moderna», «avanzada», «desarrollada». Es decir, seguimos viéndonos como «atrasados», «incultos», faltos de «formación», de «conciencia», de «moral». Ahora bien, la exploración de las causas de tal fracaso puede conducir a dos tipos de crítica con respecto a aquellos proyectos. El primer tipo de crítica se refiere a la contradicción existente entre, por una parte, el objetivo común de todos ellos –la construcción de una ciudadanía democrática moderna– y, por la otra, los medios utilizados para alcanzar dicho objetivo –la transformación de los ciudadanos en simples seguidores de un «líder». Mi primer artículo sobre la enmienda constitucional se mantenía dentro de los límites de este primer tipo de crítica; límites marcados por el hecho de que, bajo esta modalidad, la crítica sigue aferrada dogmáticamente a los ideales políticos y al modelo de sociedad que nos han sido impuestos históricamente desde Europa. Un segundo tipo de crítica, más radical, conduce a cuestionar tales ideales, es decir, conduce a poner en duda la validez de toda la perspectiva «progresista» desde la cual normalmente son articulados, criticados o defendidos los proyectos políticos en nuestra sociedad –y desde la cual, como hemos visto, evaluamos negativamente nuestra propia realidad cultural.

De acuerdo con esta segunda modalidad de crítica, el problema del fracaso no radica en que no hemos sabido elegir bien los medios para cambiar nuestra (supuestamente) disminuida condición moral o intelectual por una más cercana al ideal de ciudadanía democrática. No, el problema radica en que insistimos en imponer a nuestra sociedad una visión de su estado actual y de su estado deseado que le es profundamente extraña e incómoda. Sobre esa base intentamos obligar a la sociedad a que su actividad fluya dentro de unos cauces institucionales que, lejos de dar curso a sus verdaderas necesidades y a sus impulsos y proyectos más propios, funcionan como una camisa de fuerza que paraliza la dinámica endógena de la cultura. No es de extrañar que, en esta situación, la cultura concentre todas sus fuerzas vitales y creativas en sabotear por cualquier medio esta aprisionante institucionalidad. Con el resultado de que tal institucionalidad termina funcionando de manera absolutamente caricaturesca –como en efecto observamos en nuestro derredor–, lo cual confirma, para la mentalidad «progresista», nuestro profundo estado de «atraso». Ya lo dijo Francisco de Miranda, otro insigne progresista: «¡Bochinche, bochinche! Esta gente no es capaz sino de bochinche».

¿Qué implicaría pensar con seriedad un proyecto político que trate de evitar esta trampa del pensamiento «progresista»? Al parecer tal proyecto tendría que proponerse quitarnos la camisa de fuerza made in Europe que hemos tenido ceñida desde hace varios siglos como sociedad y, sencillamente, permitir que este prisionero colectivo finalmente sea libre y busque su propio camino, que haga su propia vida. Pero esto, de hecho, no es nada sencillo. En primer lugar, la camisa de fuerza ha actuado también como una mordaza que ha impedido al prisionero articular sus propios deseos y necesidades, los cuales, por ende, permanecen desconocidos. En otras palabras, no disponemos, por los momentos, de uno o varios modelos de sociedad alternativos al europeo que podamos abrazar como genuinamente «nuestros». Apenas habría que empezar a escuchar lo que, seguramente con gran dificultad y bajo la forma de un murmullo o balbuceo (o mediante lenguaje de señas), pueda decir el prisionero una vez que encuentre a alguien dispuesto a escucharlo. En segundo lugar, la prolongada concentración de las fuerzas vitales y creativas del prisionero en la actividad de sabotear sus ataduras puede crearle dificultades a la hora de redirigir dichas fuerzas hacia una actividad de muy distinto tenor, aquella propia de la construcción de un camino de vida propio. Quizás el prisionero tenga que vencer un entumecimiento inicial de sus miembros retomando poco a poco, y en secuencia, distintos aspectos de su movilidad. La construcción de su propia vida no podría empezar, por tanto, de manera inmediata; la sola eliminación de las ataduras no es suficiente para que ello ocurra. Pero, ¿cómo tendríamos que manejarnos, entonces, durante ese periodo de tiempo en el cual no sabemos aún cuál es el (o los) proyecto(s) que queremos construir ni tampoco tenemos aún fuerzas suficientes para construirlo(s)? Evidentemente no podemos funcionar, ni por un instante, en un totalvacío institucional.

La situación se complica aún más cuando tomamos en consideración dos problemas adicionales. En primer lugar, es posible que las ataduras no sean, simplemente, un elemento externo al prisionero, sino que, por efecto de una prolongada coexistencia con ellas, ya formen parte del mismo. ¿Hasta qué punto la cultura dominante, de origen europeo, no está instalada ya de manera irreversible –así sea bajo formas caricaturescas– en las entrañas mismas de nuestra sociedad? Si este fuese el caso, estaríamos hablando de un prisionero que pugna por liberarse, pero sólo parcialmente, porque sus ataduras son experimentadas por él sólo parcialmente como tales. Esto complicaría la posibilidad de comprender qué significa, entonces, en este caso, una «liberación». En segundo lugar, esta asimilación de la cultura europea dominante –especialmente en el seno de las clases sociales más privilegiadas, con mayores oportunidades para formular proyectos políticos para el país– trae consigo el peligro de una sistemática y subrepticia recaída del pensamiento político en la visión progresista de nuestra sociedad. La misma imagen de un ex-prisionero que tiene graves dificultades para vivir en libertad puede constituirse en otra versión de la queja progresista ante «lo que hay», y puede dar lugar a nuevas formas de tutela y paternalismo políticos legitimados sobre el menosprecio de lo que somos. (De hecho, como hemos visto, Bolívar apela a la imagen del prisionero en su Discurso de Angostura.) ¿Cómo relacionarnos, entonces, con este prisionero que apenas estaría recobrando, con grandes dificultades, su libertad, sin caer en la tentación de pensar que necesita un líder, un maestro o un padre que lo guíe, pues es incapaz de valerse por sí mismo?

Lo anterior abre un espacio para el pensamiento y la acción políticos muy distinto al espacio en el que opera el actual gobierno de Venezuela. Por muy bienintencionado que sea el gobierno de Chávez, su afán liberador o descolonizador se mantiene dentro de los límites estrechos en que han sido formulados todos los proyectos de este tipo a lo largo de la historia de Venezuela. Estos proyectos, sin saberlo, se mantienen atrapados dentro de aquello que, supuestamente, pretenden combatir. Por ello están destinados, irremediablemente, a forzar sobre nosotros modos de vida que, por muy «endógenos» que se les quiera presentar, no son auténticamente nuestros. Y por ello están destinados también a sumarse a la galería de intentos infructuosos por «modernizar» forzosamente nuestra sociedad –es decir, mantenerla en condición servil con respecto a la cultura de los países «avanzados». Como dice un antiguo dicho: «De buenas intenciones está empedrado el camino al infierno».

Desde una perspectiva más radicalmente descolonizadora, como la que aquí se ha intentado esbozar, lo que necesitamos no es cerrar filas en torno a un líder, ni uniformarnos con franelas rojas para repetir el catecismo del «socialismo del siglo XXI». Todas estas formas superficiales de «unidad» sólo sirven para destruir cualquier unidad profunda y auténtica que pudiera surgir a partir de la variedad realmente presente en nuestro seno –la cual ha sido (y sigue siendo) acallada por la imposición de proyectos políticos «progresistas». Lo que necesitamos con urgencia es, ante todo, dejar aflorar esa variedad y sus contradicciones, y permitir que ellas finalmente desarrollen su dinámica y su curso histórico propios. Para que esto sea posible, sin embargo, hace falta algo que seguramente, luego de siglos de enseñanzas contrarias, nos costará mucho alcanzar: que, por fin, dejemos de tenernos miedo a nosotros mismos.

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2012: ¿llegada o partida?
Miguel Á. Pérez Pirela

La Pensee de Rodin

La Pensee de Rodin

Ahora sí. Llegó el momento de tomar aire, de analizar el país todo entero. Ya no más desde la lógica y el frenesí electoral que, aunque necesario, es efímero.

No se quiere decir con ello que las quince citas electorales venezolanas en diez años no sean importantes, o no lo hayan sido. Gracias a ellas nos hemos consolidado como una de las democracias paradigmáticas en el planeta.

Lo que se quiere expresar es precisamente la pertinencia del tiempo: hay tiempo para campañas, pero también tiempo para administrar, tiempo para apoyar y tiempo para criticar, tiempo para actuar y tiempo para pensar.

Nos toca ahora a los venezolanos un justo y necesario tiempo para el discernimiento. Tiempo para preguntarnos hacia dónde vamos, y escoger el mejor método para cumplir nuestra misión. Tiempo para replantear el rumbo y la forma cómo lo afrontamos. Tiempo para mirar con la calma del pensamiento el contexto sociopolítico. Comprenderlo, aferrarlo como algo nuestro y, en cuanto tal, modificable, mejorable, perfectible.

Dicho de manera más cruda: no hay tiempo ahora para chantajes electorales que propician los enemigos de las críticas internas. Lo que se tiene que decir, debe ser dicho. Lo que se tiene que criticar, debemos criticarlo. Lo que se debe cambiar, tenemos que cambiarlo. No hay más excusas: es el momento de evaluar lo que tenga que ser evaluado y actuar en consecuencia.

No se le puede dar más carta blanca a una parte golpista de la derecha que sigue en sus planes desestabilizadores, a ciertos medios privados que engañan sin recato alguno, al sector privado de la salud y los seguros que acumulan riquezas con la vida de la gente, a terratenientes que nos hacen dependientes en términos de alimentación… Pero tampoco podemos tolerar la corrupción de funcionarios públicos, la carencia del Estado en zonas y ámbitos primordiales para los venezolanos, mientras al mismo tiempo subvenciona clínicas, seguros y medios de comunicación privados.

Ya pasó el referéndum. Es momento –cierto– de discernimiento, pero también de apelar definitivamente a las leyes de nuestro Estado venezolano y, más aún, de hacerlas cumplir. Hay que decirlo: la impunidad mantiene viva la Cuarta República.

Si no tomamos el post 15 de febrero como el comienzo de una profunda acción refundadora, estaríamos nosotros perennizando ese chantaje, bien construido, según el cual “no es el momento de críticas internas, pues hay que defenderse del adversario”. La dogmatización de dicha actitud denota una identidad reaccionaria dentro de las filas del socialismo.

Tenemos citas pendientes con el pueblo venezolano. Afrontar de lleno, por ejemplo, el tema de la inseguridad no es ahora una lujosa decisión, sino una cruda y necesaria realidad. No se le debe temer a la inseguridad como fenómeno, pero tampoco como tema de discusión desde el socialismo bolivariano. De lo contrario la derecha lo monopolizará.

Surja pues, y por fin, ese nuevo Estado venezolano como garante indiscutible de la Constitución, reestructurando, en fin, sus caducas estructuras.

La Constitución del 99 llegó para refundar el Estado ¿Realmente lo logró? Lo cierto es que tenemos el 2012 como horizonte para “tener lo que teníamos que tener”, como dijo Guillén. Para ir más allá de la coyuntura electoral, y cristalizar el único real proyecto de país existente en Venezuela: el socialista.

El 2012 nos mira lejano y, ahora sí, no tenemos más excusas para hacerlo nuestro, para demostrar que dicha fecha no es un punto de llegada, sino de impulso para lo que viene.

Claro está, siempre y cuando, desde ahora, lo hagamos mejor. Mucho mejor.

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Votos, pobreza y desigualdad en Venezuela

Jorge Dávila (*)

Chávez en La Bombilla

Chávez en La Bombilla

En diciembre de 2006 fue reelegido el Presidente. Mostramos en esa ocasión que los altos porcentajes de votación a favor de él provenían de los estados con mayor pobreza. En ocho de los nueve estados con más de 40% de hogares pobres, de acuerdo con los datos más actualizados disponibles en 2006, la votación fue casi igual o superior al 70%. En los nueve estados donde había entre 30% y 40% de hogares pobres la votación fue de más del 60%. Y en los seis estados con menos de 30% de hogares pobres la votación fue mayor que 50%. La votación más baja en un estado fue de 51,14%, la máxima fue de 78,08% (Cf. “Elecciones y pobreza” aquí).

Un año después, en ocasión del referéndum por la reforma constitucional, los porcentajes favorables a los cambios propuestos inicialmente por el Presidente, comparados con los obtenidos en la elección de 2006, fueron mucho menores. En diecinueve de los veinticuatro estados la disminución sobrepasó los diez puntos y, en un caso, hasta más de veinte puntos. Sólo en cinco estados la caída fue de menos de diez puntos, en todos ellos rondando los ocho puntos. La pérdida a nivel nacional fue de 13,55 puntos.

Ahora en febrero de 2009, en ocasión del referéndum por la enmienda constitucional, en todos los estados -salvo uno, hay una recuperación de esa pérdida de puntos porcentuales ocurrida en el referéndum de 2007. Es lo que se muestra en la primera columna de la tabla al lado de cada estado. Las cifras corresponden a la proporción del aumento de puntos porcentuales, obtenido en cada estado en el referéndum de 2009, en relación con la pérdida de puntos porcentuales, en ese mismo estado en el referéndum de 2007. Es decir, cuánto de cada punto porcentual perdido en el referéndum por la reforma en 2007 se recuperó en el referéndum por la enmienda en 2009. A nivel nacional la recuperación es de 0,410; o sea, menos de la mitad.

tabla

El resultado favorable a la enmienda, mayor que el resultado favorable a la reforma en 2007, se muestra en la siguiente columna de la tabla (primera cifra) en términos de votos (por mil) por encima de los obtenidos en 2007; la segunda cifra es el aumento de la oposición. El aumento en la votación favorable a la enmienda, que a nivel nacional alcanza 1.931.090 votos (441 votos por mil), casi triplica el aumento de la oposición que fue de 689.485 votos (153 votos por mil).

En términos porcentuales, en el referéndum por la enmienda casi todo fue pérdida para la oposición al Presidente en relación con el referéndum de 2007. Sólo en el estado Táchira el aumento de votos de la oposición fue mayor: 292 por mil contra 119 por mil. La oposición incluso tuvo pérdida de votos en cuatro estados: Sucre, Cojedes, Portuguesa y Aragua. En todos los estados ­salvo en Táchira­ el porcentaje de votos a favor de la oposición disminuyó en relación con el porcentaje que había obtenido en el referéndum de 2007. Además, hay cinco estados donde el porcentaje de votación fue desfavorable a la enmienda, pero en ellos hubo un aumento de los votos por el sí en relación con los votos favorables a la reforma en 2007: en Miranda, Mérida, Zulia y Nueva Esparta el aumento promedia los 400 votos por mil (contra 173 por mil de la oposición) y en el estado Táchira fue de 119 votos por mil. En los demás estados ese mismo aumento de votos favorables al sí va desde 363 hasta 909 por mil votos. Se destacan con el mayor aumento: Sucre, Delta Amacuro y Amazonas.

Volvamos a las cifras de la primera columna de la tabla. Catorce de los veinticuatro estados tienen un valor de recuperación por encima del valor nacional de 0,410. La recuperación en el referéndum de 2009, de la pérdida ocurrida en el referéndum de 2007 con respecto a la elección de 2006, se puede resumir así: la pérdida porcentual de votos del 2006 se recuperó en cerca de o más de la mitad en once estados. Son los once estados donde la recuperación de cada punto porcentual perdido en el referéndum de 2007 es superior a 0,480. Ese grupo de once estados se diferencia claramente del grupo de los otros doce estados donde hubo recuperación.

En los otros doce estados, con menor recuperación de votos, el promedio de votación favorable a la enmienda fue 55,57%; un porcentaje cercano al resultado a nivel nacional. El promedio de votación favorable a la enmienda en los once estados con mayor recuperación es 64,62%; un porcentaje muy superior al resultado a nivel nacional. El aumento promedio, entre 2007 y 2009, en esos once estados (529 por mil) es superior al aumento promedio de los otros estados (435 por mil); al contrario, para la oposición, entre esos once estados están tres con crecimiento negativo y los tres con menor crecimiento. Además, nueve de esos once estados también están entre los de más alta votación favorable al Presidente en la elección de 2006 y con mayor pérdida en el referéndum de 2006.

Ahora bien, en los once estados donde se recuperó cerca o más de la mitad de la pérdida se debe observar lo siguiente: En diez de ellos, de acuerdo con los datos más actualizados del Instituto Nacional de Estadística, INE (segundo semestre de 2007), hay más de 30% de hogares pobres (ver la tercera columna de datos en la tabla). De hecho, son diez de los catorce estados donde prevalecen los más altos porcentajes de pobreza. Siete de esos mismos diez estados tenían en 2001 más de 40% de hogares pobres (nótese que, a fines de 2007, sólo Apure y Barinas tenían más de 40% de hogares en pobreza). Recordemos que, en la elección de 2006, los estados donde había la mayor porción de hogares pobres fueron los que aportaron la mayor votación favorable al Presidente. Ahora en el referéndum de 2009, con una significativa reducción de la pobreza, de nuevo son los estados con mayor cantidad de hogares pobres los que aportan la mayor recuperación de los votos perdidos en el referéndum por la reforma constitucional. En esa medición de la pobreza, el INE combina el nivel de ingreso del hogar con la satisfacción de las llamadas necesidades básicas del grupo familiar.

Ahora, si se considera sólo la distribución del ingreso, se ve que no hay ninguna correlación con los resultados de la recuperación en el referéndum de 2009. En Venezuela, en el segundo semestre de 2007, la distribución del ingreso estaba en 0,4211 (índice de Gini). Ese índice mide la desigualdad de la distribución de la riqueza nacional entre la población. Las variaciones del índice de Gini por estado (ver la cuarta columna de datos en la tabla) son significativas, alcanzando una diferencia máxima de 0,1057. Téngase en cuenta que la variación de apenas una décima en ese índice representa fuertes variaciones en la desigualdad. El valor a nivel nacional del índice de Gini es superado (es decir, hay mayor desigualdad en la distribución de la riqueza) en nueve de los veinticuatro estados. De esos estados, cinco están en el grupo que aportó menos recuperación en el resultado favorable a la enmienda y cuatro están en el otro grupo.

Se ve pues que la correlación entre la situación de pobreza y el comportamiento electoral no involucra la distribución del ingreso, pero sí ­como ya vimos­ el ingreso por hogar.

En resumen, los estados donde ha habido pobreza, y donde aún se mantiene aunque en menor cuantía, siguen determinando la votación favorable al Presidente Chávez y su mejora indiscutible en relación con la fuerte disminución ocurrida en el referéndum por la reforma constitucional de 2007. Pero, esa mejora no parece tener que ver con la mejora ocurrida en la distribución del ingreso según la cual el 20% de los venezolanos más pobres ya no perciben el casi constante y miserable 2,5% de la riqueza nacional que recibían cada año entre 1975 y 1999 mientras el 20% más rico recibía 25 veces más. Como dice el informe de la Cepal de 2008: Entre 2002 y 2007, la disminución más importante de la brecha entre quintiles extremos [20% más pobres y 20% más ricos] se presentó en la República Bolivariana de Venezuela donde alcanzó 41%. Es cierto que en 2007 tenemos la menor brecha en toda América Latina, pero todavía el 20% de los venezolanos más ricos recibe 10 veces más de lo que recibe el 20% de los más pobres: es lo que indica el valor nacional de 0,4211 del coeficiente de Gini.

Algunas preguntas no se pueden responder con este análisis de números: ¿Son los pobres indiferentes ante la desigualdad en el reparto de la riqueza a la hora de votar? ¿Son los no pobres igualmente indiferentes ante la desigualdad a la hora de votar? O, más bien, ¿No hacen caso los pobres a las desigualdades con los no pobres y sólo aspiran a que su grupo familiar viva mejor? ¿No hacen caso los no pobres a las desigualdades con los más desposeídos y sólo votan calculando el mantenimiento de su privilegiada situación? ¿O será, más drástico aún, que los pobres y los no pobres sólo calculan su exclusivo interés individual? ¿Se reducirá la clara y sostenida preferencia electoral de los pobres a ese cálculo? ¿O será que ninguno de los grupos o clases distinguen las desigualdades? ¿No será más bien que hay una compensación de afecciones de odio y de amor más compleja que lo que, por ahora, algunos han pretendido explicar?

Sin respuestas a estas preguntas, pero por la potencia que ellas desencadenan en la mente, creemos que tuvo razón el sacerdote que le recordó al Presidente Chávez la palabra de Pablo, dirigida a los corintios, para que él se la dijera con franqueza a los pobres de la tierra con los que ha echado su suerte: Yo con sumo gusto gastaré lo que tengo y me desgastaré entero a mí mismo en bien de todos ustedes; si los amo más ¿acaso seré menos amado? Más razón, si cabe, tuvo el mismo Apóstol -ese apasionado misionero judío, griego y romano­ cuando al final de la epístola hace eco de la palabra que ya tenía larga tradición en Corinto: Nada podemos contra la verdad, sino a favor de la verdad.

(*) Jorge Dávila es profesor en la Universidad de Los Andes en Mérida, Venezuela.

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El Caracazo
Ángel Deza Gavidia

Imágenes de El Caracazo

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El fenómeno social conocido como “el caracazo” merece un esfuerzo importante para su comprensión. Los jóvenes de hoy escasamente pueden imaginarse el potencial de violencia institucional que una élite puede desatar para la defensa de sus propios intereses, pasando por encima de lo que entendemos como el valor fundamental de la humanidad, como lo es la vida humana. Lo cierto es que no se trata de un fenómeno aislado, sino del producto de una serie de acumulaciones históricas que se pueden rastrear al menos desde finales de los setenta. Bajo la bonanza petrolera tanto el sector público como el privado adquirió deuda en el mercado internacional, que para el momento era barata, y que se garantizó con la factura petrolera. Tales recursos en cantidades considerables fue apropiada por las élites sin que se tradujera en bienestar para las mayorías. El primer intento de aplicación de paquete neoliberal le correspondió a Luis Herrera en lo que se conoció como “viernes negro”, luego de manifestar haber recibido un país hipotecado, situación que su administración agravó favorecida por otras alzas de los precios petroleros, suspendiendo en el tiempo la aplicación del paquete. Lusinchi protagoniza lo que denominó la mejor renegociación de deuda externa, alabada incluso por Maza Zabala, para luego confesar que había sido engañado. Pero ya el mal estaba hecho pues el empobrecimiento y la inflación se habían instalado, mientras los ingresos petroleros estaban comprometidos con el pago del servicio de la deuda. Mientras tanto la credibilidad en las elites que gobernaban con la modalidad de pacto se deterioraba rápidamente poniendo en riesgo la gobernabilidad. Tal situación fue advertida por algunos sectores quienes comenzaron a plantear reformas en el sistema político e incluso en la carta magna, para lo cual se habilitan mecanismos como la Comisión para la Reforma del Estado (COPRE), entre cuyos logros está la aprobación de la elección directa de Gobernadores y Alcaldes. Sin embargo, fue insuficiente ante la gravedad de la crisis, por lo que tales élites apostaron por el fuerte liderazgo de Carlos Andrés Pérez, pretendiendo engañar a la población con las promesas de regreso a la bonanza de su primer gobierno, cuando ya era su plan aplicar las recetas del Fondo Monetario Internacional (FMI). La votación obtenida por Pérez fue muy alta, quizás expresando las ilusiones de la población, las cuales inmediatamente fueron traicionadas. La reacción popular se asemeja a la de una pareja que ha descubierto la vil traición de su consorte: la más extrema de las rabias y la decisión de romper definitivamente con los traidores.

(*) Sociólogo

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