¿Es lo que hay?
Revuelta a la Pregunta de la Enmienda
Roldán Tomasz Suárez
Pocos días antes del referéndum sobre la enmienda constitucional publiqué un artículo titulado «La Pregunta de la Enmienda», donde intentaba explorar las razones por las cuales un importante sector de la población percibe a Chávez como indispensable para dar continuidad al proceso de cambios en Venezuela. Postulaba que la principal razón es un simple cálculo electoral: sólo la candidatura de Chávez en el 2012 puede asegurar que las elecciones presidenciales no las gane el candidato de la oposición. Postulaba también que ese cálculo electoral no logra ser contrarrestado por las diversas deficiencias que buena parte de la población reconoce en la gestión de gobierno. Y ello debido a dos razones. Primero, porque tales deficiencias tienden a ser percibidas como simples tropiezos a lo largo de un camino fundamentalmente correcto. Segundo, porque se considera preferibles esas deficiencias gubernamentales a los escenarios negros que pudieran realizarse en Venezuela en caso de un regreso de la oposición al poder.
Sin embargo, hay una cuestión no resuelta que se aloja en el mismo corazón del asunto tratado en aquel escrito: ¿por qué se piensa que sólo Chávez –y no algún otro candidato de izquierda– puede asegurar el triunfo electoral en las elecciones del 2012? La respuesta que insistentemente aparece ante esta pregunta tiene la forma de otra pregunta: «¿Y quién más podría ser?» Esta segunda pregunta invita a lanzar un mirada sobre el espectro de figuras políticas dentro del chavismo y a encontrar que no hay nadie allí que pueda sustituir a Chávez. O, al menos, nadie que lo pueda sustituir en términos electorales. Es decir, el asunto no radica en que se piense que dentro del chavismo no es posible encontrar políticos con mejores ideas acerca de lo que hay que hacer en Venezuela, o con mayores capacidades intelectuales o técnicas para gobernar. Lo que sí tiende a pensarse es que, por muy capaces que sean esos otros políticos, no tienen las condiciones necesarias para ganar unas elecciones presidenciales. Más en concreto: no tienen el carisma, la energía, el encanto o como quiera que se llame esa cosa misteriosa propia de la personalidad de Chávez que le ha permitido mantener altísimos niveles de popularidad contra viento y marea, superando golpes, paros, sabotajes y conspiraciones, a lo largo de diez años.
Ahora bien, el atribuir el secreto de las victorias electorales de Chávez a su carisma personal (como hace no sólo un sector del chavismo, sino también casi toda la oposición), lleva implícito un juicio acerca del modo como se comporta electoralmente el «pueblo chavista». Se piensa que ese pueblo vota, fundamentalmente, por una persona, quizás una figura paternal que le inspira confianza y seguridad; pero no por un proyecto político o unas capacidades para llevarlo a cabo –como sería propio de un cierto ideal de cultura ciudadana democrática. Y aún cuando se acepta que esto no es lo más deseable, que este comportamiento es casi el exacto opuesto de lo que se persigue como ideal político, parece que se asume explícita o implícitamente que no queda más remedio que adaptarse (al menos provisionalmente) a esta triste realidad política y cultural de nuestro pueblo, entendida como resultante de una larga historia de maltrato material y espiritual. De manera que uno de los pilares que sostienen la convicción de que Chávez es políticamente indispensable para Venezuela es una silente resignación ante lo que tenemos (o somos) como pueblo. Detrás del apoyo a Chávez se esconde una tímida y pudorosa queja –«Es lo que hay…»– referida tanto a su persona como a nosotros mismos.
Con respecto a esta situación quisiera hacer, por lo pronto, sólo unos breves comentarios. En primer lugar, parece claro que el gobierno de Chávez, con el transcurrir del tiempo, ha ido asumiendo, cada vez con mayor fuerza y convicción, esa visión negativa de nuestra realidad política y cultural. Sólo así se explica la creciente personalización del proyecto político bolivariano en la figura del propio Chávez –y, en gran parte, por obra del propio Chávez. Como ya señalé en mi artículo anterior, el debate político en torno al proyecto de país está siendo convertido, desde hace varios años, por el propio partido de gobierno, en una mera repetición mecánica de las ideas del «líder» y en un rechazo automático (con frecuencia acompañado de acusaciones de «traición») a toda opinión distinta. Es decir, lo único que va quedando del debate político en nuestro país es si se está a favor o en contra de Chávez. Obsérvese que este esfuerzo sistemático por reducir el debate y la participación políticos guarda estrecha consonancia con una visión de la sociedad venezolana en la que se asume que ésta, sencillamente, «no da para más». O, puesto de otro modo, con una visión de la sociedad en la que se entiende que esa forma degenerada de discusión política es más rentable, en términos electorales, que el debate serio de ideas y proyectos.
En segundo lugar, es necesario observar que lo anterior implica la presencia de una contradicción o, al menos, una ambigüedad en el discurso político del propio gobierno. Me refiero a que, por una parte, existe en ese discurso una sistemática exaltación de las supuestas virtudes del pueblo venezolano –a quien se califica como «heroico», «sabio», «digno», «consciente», «la voz de Dios», etcétera–, pero, por la otra, se reconoce de diversas maneras que ese mismo pueblo está en «crisis moral», se halla «penetrado por valores foráneos», desprovisto de «conciencia política» y, por ende, necesitado de «formación ideológica». Mientras en el pueblo imperen estas últimas condiciones –se piensa– hace falta un «líder». Ciertamente, si el pueblo fuese realmente «sabio» y «consciente» no necesitaría de ningún «líder» para guiarlo, pues sería perfectamente capaz de guiarse por sí solo. Lo que necesitaría sería un simple ejecutor de la voluntad popular, definida por mecanismos democráticos. La insistencia en la necesidad del «líder» revela, pues, una inconsistencia de fondo en el modo como el gobierno ve y se relaciona con el pueblo.
En tercer lugar, esta visión negativa de las capacidades políticas del pueblo venezolano no sólo afecta al gobierno sino también a la oposición, y ello en relación con la base electoral de ambos bandos políticos. Así como el gobierno tiende a ver a quienes lo apoyan como una especie de minusválidos políticos, incapacitados para debates de mayor vuelo y, por ende, necesitados de un «líder», también la oposición tiende a ver a este sector como una masa de ignorantes y borregos. Por su parte, desde el gobierno se tiende a ver a los sectores de la población afines a la oposición como un conjunto de individuos alienados, transculturizados, manipulados o «envenenados» por los medios de comunicación, es decir, incapaces de pensar por sí mismos. Y las capacidades políticas de la población opositora tampoco parecen gozar de mayor estima por parte de los propios políticos de oposición, a juzgar por el deplorable nivel de los debates y de los mensajes que tales políticos continuamente proponen a sus simpatizantes.
Un curioso subproducto de esta situación es que ninguno de los dos bandos políticos reconoce que el adversario represente genuinamente a un importante sector de la población venezolana. Según la oposición, Chávez no representa la opinión mayoritaria de venezolanos sino que manipula a una masa de seguidores fanatizados. Según el gobierno, los políticos opositores tampoco representan al sector de la población que vota por ellos, pues ese sector, simplemente, es víctima de un continuo envenenamiento mediático causante de una «disociación psicótica». Así, la persistente visión disminuida de las capacidades políticas del venezolano socava sistemáticamente el piso de legitimidad de los principales actores y proyectos políticos que operan en Venezuela.
En cuarto lugar, la sorprendente uniformidad de esta visión negativa con respecto a nuestro nivel de madurez política y ciudadana plantea la interrogante de si no se tratará de un fenómeno de larga data y de profundo arraigo histórico en nuestro país. En otras palabras, parece interesante preguntarse si no es el caso que todos los proyectos políticos de importancia en la historia de Venezuela han partido del supuesto, explícito o implícito, de tener que contar con una población moral e intelectualmente deficiente. Ya Bolívar decía: «Moral y Luces son nuestras primeras necesidades». Claramente lo decía porque veía en su pueblo una profunda carencia tanto de Moral como de Luces. Así lo dice, explícitamente, en su Discurso de Angostura «Uncido el pueblo americano al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, no hemos podido adquirir, ni saber, ni poder, ni virtud. […] Así, legisladores, vuestra empresa es tanto más ímproba cuanto que tenéis que constituir a hombres pervertidos por las ilusiones del error, y por incentivos nocivos. «La libertad-dice Rousseau es un alimento suculento, pero de difícil digestión». Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer su espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la libertad. Entumidos sus miembros por las cadenas, debilitada su vista en las sombras de las mazmorras, y aniquilados por las pestilencias serviles, ¿serán capaces de marchar con pasos firmes hacia el augusto templo de la libertad?.»
Aunque movido por un claro afán descolonizador, Bolívar permanece atrapado dentro de la visión dominante, europea, de los pueblos conquistados como pueblos que AÚN no están preparados para asumir la condición de ciudadanos dentro de un régimen político democrático moderno. En la narrativa del Progreso, los pueblos conquistados siempre vamos a la zaga, siempre incapaces de disfrutar de los beneficios propios de una sociedad «desarrollada» –beneficios que siempre quedan postergados como promesa para un futuro incierto. Dentro de esta visión «progresista» de la sociedad (nótese que a gobiernos como el de Chávez se les suele llamar «progresistas»), nunca se duda de que el modelo de sociedad al que debemos aspirar y avanzar es un modelo democrático moderno, donde la figura del ciudadano «participativo y protagónico» es de central importancia. Con el inconveniente de que no disponemos en lo absoluto de ese tipo de ciudadano, lo cual se convierte, entonces, en punto de partida y escollo fundamental para todo proyecto político «progresista». En esta situación la tentación de construir un «líder» para el pueblo aparece con facilidad –más aún cuando se piensa que hay un enemigo externo capaz de aprovecharse de la supuesta ingenuidad e inmadurez del pueblo.
En efecto, ante el divorcio entre los buenos deseos y lo que se percibe como realidad cultural, el temor a las tendencias anárquicas y autodestructivas –propias de la condición supuestamente degenerada de nuestros pueblos– toma la batuta. «Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción», decía Bolívar en su Discurso. Y como remedio a ello proponía que no adoptásemos como modelo político una democracia como la estadounidense –la cual, sin embargo, reconocía como más cercana a su ideal– sino un régimen democrático similar a la monarquía constitucional inglesa. A lo largo de su vida Bolívar insistió una y otra vez en la necesidad de contar con un Poder Ejecutivo poderoso y estable como contrapeso a la amenaza del caos que se cierne sobre una sociedad que asume la democracia sin estar preparada para ella. En varias ocasiones propuso figuras presidenciales vitalicias y cuasi-hereditarias para las repúblicas recién creadas. Él mismo, incluso, llegó a asumir el título y los poderes de Dictador. Vale la pena recordar, además, que años después de su muerte, Bolívar fue convertido por Guzmán Blanco –otro presidente venezolano con tendencias «progresistas», esta vez en versión positivista– en una especie de santo, objeto de veneración oficial, por medio de la instauración del culto a «El Padre de la Patria». Gracias a este paso Bolívar se transformó en una especie de «supra-líder» legitimador de diversos «líderes» venezolanos posteriores. Al respecto valdría la pena pensar, también, hasta qué punto el proyecto original de Acción Democrática –en gran medida definido por Rómulo Betancourt, a quien también se intentó convertir en santo («El Padre de la Democracia»)– no fue una expresión más de este pensamiento «progresista» que decide suspender provisionalmente sus ideales políticos ante la deplorable realidad humana que cree encontrar a su alrededor. En todo caso, Bolívar parece haber jugado un papel importante en esta tendencia nuestra a pensar que, en vista de lo que (lamentablemente) somos como pueblo, AÚN necesitamos un «líder». Al menos en este aspecto, el proyecto de Chávez es, sin duda, muy bolivariano.
Resulta claro que todos estos proyectos «progresistas», si es que en verdad los ha habido, han fracasado en su intento por transformarnos en una sociedad «moderna», «avanzada», «desarrollada». Es decir, seguimos viéndonos como «atrasados», «incultos», faltos de «formación», de «conciencia», de «moral». Ahora bien, la exploración de las causas de tal fracaso puede conducir a dos tipos de crítica con respecto a aquellos proyectos. El primer tipo de crítica se refiere a la contradicción existente entre, por una parte, el objetivo común de todos ellos –la construcción de una ciudadanía democrática moderna– y, por la otra, los medios utilizados para alcanzar dicho objetivo –la transformación de los ciudadanos en simples seguidores de un «líder». Mi primer artículo sobre la enmienda constitucional se mantenía dentro de los límites de este primer tipo de crítica; límites marcados por el hecho de que, bajo esta modalidad, la crítica sigue aferrada dogmáticamente a los ideales políticos y al modelo de sociedad que nos han sido impuestos históricamente desde Europa. Un segundo tipo de crítica, más radical, conduce a cuestionar tales ideales, es decir, conduce a poner en duda la validez de toda la perspectiva «progresista» desde la cual normalmente son articulados, criticados o defendidos los proyectos políticos en nuestra sociedad –y desde la cual, como hemos visto, evaluamos negativamente nuestra propia realidad cultural.
De acuerdo con esta segunda modalidad de crítica, el problema del fracaso no radica en que no hemos sabido elegir bien los medios para cambiar nuestra (supuestamente) disminuida condición moral o intelectual por una más cercana al ideal de ciudadanía democrática. No, el problema radica en que insistimos en imponer a nuestra sociedad una visión de su estado actual y de su estado deseado que le es profundamente extraña e incómoda. Sobre esa base intentamos obligar a la sociedad a que su actividad fluya dentro de unos cauces institucionales que, lejos de dar curso a sus verdaderas necesidades y a sus impulsos y proyectos más propios, funcionan como una camisa de fuerza que paraliza la dinámica endógena de la cultura. No es de extrañar que, en esta situación, la cultura concentre todas sus fuerzas vitales y creativas en sabotear por cualquier medio esta aprisionante institucionalidad. Con el resultado de que tal institucionalidad termina funcionando de manera absolutamente caricaturesca –como en efecto observamos en nuestro derredor–, lo cual confirma, para la mentalidad «progresista», nuestro profundo estado de «atraso». Ya lo dijo Francisco de Miranda, otro insigne progresista: «¡Bochinche, bochinche! Esta gente no es capaz sino de bochinche».
¿Qué implicaría pensar con seriedad un proyecto político que trate de evitar esta trampa del pensamiento «progresista»? Al parecer tal proyecto tendría que proponerse quitarnos la camisa de fuerza made in Europe que hemos tenido ceñida desde hace varios siglos como sociedad y, sencillamente, permitir que este prisionero colectivo finalmente sea libre y busque su propio camino, que haga su propia vida. Pero esto, de hecho, no es nada sencillo. En primer lugar, la camisa de fuerza ha actuado también como una mordaza que ha impedido al prisionero articular sus propios deseos y necesidades, los cuales, por ende, permanecen desconocidos. En otras palabras, no disponemos, por los momentos, de uno o varios modelos de sociedad alternativos al europeo que podamos abrazar como genuinamente «nuestros». Apenas habría que empezar a escuchar lo que, seguramente con gran dificultad y bajo la forma de un murmullo o balbuceo (o mediante lenguaje de señas), pueda decir el prisionero una vez que encuentre a alguien dispuesto a escucharlo. En segundo lugar, la prolongada concentración de las fuerzas vitales y creativas del prisionero en la actividad de sabotear sus ataduras puede crearle dificultades a la hora de redirigir dichas fuerzas hacia una actividad de muy distinto tenor, aquella propia de la construcción de un camino de vida propio. Quizás el prisionero tenga que vencer un entumecimiento inicial de sus miembros retomando poco a poco, y en secuencia, distintos aspectos de su movilidad. La construcción de su propia vida no podría empezar, por tanto, de manera inmediata; la sola eliminación de las ataduras no es suficiente para que ello ocurra. Pero, ¿cómo tendríamos que manejarnos, entonces, durante ese periodo de tiempo en el cual no sabemos aún cuál es el (o los) proyecto(s) que queremos construir ni tampoco tenemos aún fuerzas suficientes para construirlo(s)? Evidentemente no podemos funcionar, ni por un instante, en un totalvacío institucional.
La situación se complica aún más cuando tomamos en consideración dos problemas adicionales. En primer lugar, es posible que las ataduras no sean, simplemente, un elemento externo al prisionero, sino que, por efecto de una prolongada coexistencia con ellas, ya formen parte del mismo. ¿Hasta qué punto la cultura dominante, de origen europeo, no está instalada ya de manera irreversible –así sea bajo formas caricaturescas– en las entrañas mismas de nuestra sociedad? Si este fuese el caso, estaríamos hablando de un prisionero que pugna por liberarse, pero sólo parcialmente, porque sus ataduras son experimentadas por él sólo parcialmente como tales. Esto complicaría la posibilidad de comprender qué significa, entonces, en este caso, una «liberación». En segundo lugar, esta asimilación de la cultura europea dominante –especialmente en el seno de las clases sociales más privilegiadas, con mayores oportunidades para formular proyectos políticos para el país– trae consigo el peligro de una sistemática y subrepticia recaída del pensamiento político en la visión progresista de nuestra sociedad. La misma imagen de un ex-prisionero que tiene graves dificultades para vivir en libertad puede constituirse en otra versión de la queja progresista ante «lo que hay», y puede dar lugar a nuevas formas de tutela y paternalismo políticos legitimados sobre el menosprecio de lo que somos. (De hecho, como hemos visto, Bolívar apela a la imagen del prisionero en su Discurso de Angostura.) ¿Cómo relacionarnos, entonces, con este prisionero que apenas estaría recobrando, con grandes dificultades, su libertad, sin caer en la tentación de pensar que necesita un líder, un maestro o un padre que lo guíe, pues es incapaz de valerse por sí mismo?
Lo anterior abre un espacio para el pensamiento y la acción políticos muy distinto al espacio en el que opera el actual gobierno de Venezuela. Por muy bienintencionado que sea el gobierno de Chávez, su afán liberador o descolonizador se mantiene dentro de los límites estrechos en que han sido formulados todos los proyectos de este tipo a lo largo de la historia de Venezuela. Estos proyectos, sin saberlo, se mantienen atrapados dentro de aquello que, supuestamente, pretenden combatir. Por ello están destinados, irremediablemente, a forzar sobre nosotros modos de vida que, por muy «endógenos» que se les quiera presentar, no son auténticamente nuestros. Y por ello están destinados también a sumarse a la galería de intentos infructuosos por «modernizar» forzosamente nuestra sociedad –es decir, mantenerla en condición servil con respecto a la cultura de los países «avanzados». Como dice un antiguo dicho: «De buenas intenciones está empedrado el camino al infierno».
Desde una perspectiva más radicalmente descolonizadora, como la que aquí se ha intentado esbozar, lo que necesitamos no es cerrar filas en torno a un líder, ni uniformarnos con franelas rojas para repetir el catecismo del «socialismo del siglo XXI». Todas estas formas superficiales de «unidad» sólo sirven para destruir cualquier unidad profunda y auténtica que pudiera surgir a partir de la variedad realmente presente en nuestro seno –la cual ha sido (y sigue siendo) acallada por la imposición de proyectos políticos «progresistas». Lo que necesitamos con urgencia es, ante todo, dejar aflorar esa variedad y sus contradicciones, y permitir que ellas finalmente desarrollen su dinámica y su curso histórico propios. Para que esto sea posible, sin embargo, hace falta algo que seguramente, luego de siglos de enseñanzas contrarias, nos costará mucho alcanzar: que, por fin, dejemos de tenernos miedo a nosotros mismos.
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